Mathieu Vasseur(Pierre Niney) es un joven de 26 años que anhela dejar su trabajo como cargador y convertirse en escritor. Y además, si es posible, conocer a la bella conferencista Alice Fursac (Ana Girardot). Solo que no consigue escribir algo que las editoriales acepten. Hasta que su empresa de mudanzas debe desalojar el departamento de un hombre que ha muerto en soledad, un hombre que fue combatiente en Argelia, que no dejó descendencia ni herencia, que tuvo escasos amigos. Entre los abundantes papeles viejos que hay en el departamento, Mathieu encuentra un largo manuscrito, el "diario de guerra" de Léon Vauban, el hombre solitario, en el que registró con detalle sus años en Argelia.
En otro día de total vacío creativo, Mathieu decide copiar el diario, ponerle un nuevo título y firmarlo con su nombre. De un día para otro pasa a ser "el hombre ideal": la crítica elogia su estilo, se convierte en la promesa literaria de Francia, el público celebra su inteligencia, las ventas andan por las nubes y por supuesto que conquista a Alice Fursac.
Tres años después (apenas han pasado 20 minutos de metraje), Mathieu está instalado en la opulenta familia de Alice, con una editorial que financia sus caprichos y un segundo libro del que no ha producido nada. Aquí empiezan los problemas. Y desde este punto no hacen sino que ponerse más y más complicados.
El hombre perfecto es una película de suspenso en el sentido clásico del término: el espectador sabe más que los personajes, el protagonista oculta un secreto inconfesable, los hechos convergen hacia una tragedia. Igual que el suspenso en sus alturas mayores, también explora en el problema central de la identidad: ¿quién es realmente Mathieu Vasseur? Y en seguida, sin solución de continuidad, ¿quién es realmente Alice Fursac? Hay una relación de exclusión entre las respuestas a esas preguntas, pero no se puede decir más.
El suspenso clásico opera a menudo bajo una cierta ideología determinista (¿o habría que decir fatalista?) que ve a la vida como un conjunto de encadenamientos de sucesos, de causas y efectos que no pueden ser conocidos, pero tampoco pueden ser evitados. En esa visión, un paso en falso contiene en sí mismo su propia condena, y contiene también la espiral de hechos que podría llegar hasta las fronteras del ser. La culpa tiene una extensión infinita. Esa es, por ejemplo, la ideología que preside todo el cine de Hitchcock.
En este campo se sitúa este segundo largometraje de Yann Gozlan. El primero, Captifs, era un relato horrendo sobre el tráfico de órganos en la guerra de Yugoslavia.
Gozlan se ha empeñado esta vez en dotar a su historia de una elegancia gélida, concordante con su fatalismo silencioso e implacable.
El hombre perfecto no es una película perfecta, pero es más de lo que parece.