Dados los antecedentes, no se podía esperar mucho de esta versión libre de "La gaviota", primer éxito y obra favorita del venerado Antón Chéjov (1860-1904), uno de los padres del teatro moderno. Francisco Albornoz, su director y adaptador, ya emprendió "de-construcciones" de otras dos piezas suyas: "Las tres hermanas", en 2001, y "El jardín de los cerezos", en 2006. Como este teatrista ya de 40 no se anda con chicas, en los últimos 15 años también acometió cuatro tragedias de Shakespeare con la pretensión de "reconstruir" sus textos a partir de las puestas en escena. Mal que nos pese, todas esas aventuras terminaron por simplificar y empobrecer sus potencialidades.
Lo más nocivo de la entrega es que el público poco conocedor la agradece al final pensando que vio una obra de Chéjov. Y no es así. En verdad luce como una aproximación harto leve al poderoso universo emocional y atmosférico del autor ruso, que por lo demás históricamente ha tenido mala suerte en nuestras tablas. De funesto recuerdo es la versión ultraconvencional que de "La gaviota" dio en 1977 el Teatro Nacional, apodada por el medio como "La latiota". Otro abordaje en 2004, no tan lamentable, fue igual de fallido.
Esto no quiere decir que repudiemos a priori las experimentaciones que se hagan sobre esta y otras obras clásicas. En 2000 se dio aquí una puesta muy rupturista y de laboratorio académico bajo el título "Material: La gaviota", trabajada por un equipo de alumnos chilenos y actores del Centro Nacional de Dramaturgia de Normandía, que bajo la dirección de Eric Lacascade tuvo un resultado tan posmoderno como cautivante.
En rigor, la reelaboración del texto -que reduce la intriga a sus siete personajes indispensables (eliminando otros tres) y los cuatro actos a solo 105 minutos de exposición en un mismo espacio- permite asomarse, ya que esto es al fin y al cabo una comedia, a las interrelaciones de sus personajes amablemente ridículos en un ambiente de reflexión en torno al teatro y la creación artística. Pero lo hace en forma tan somera y lineal que la mínima tensión lograda nunca genera emoción o humor, menos aún sugiere la dulce melancolía de un modo de vida que desaparecerá para siempre.
Como es típico de los montajes de Albornoz, su puesta incluye signos teatrales que suenan a efectos antojadizos. Aquí otra vez, como en "Parecido a la felicidad", se desmorona parte de su escenografía; aparece un intrigante retrato de Yuri Gagarin, junto a los de Marx, Lenin y Stalin; y hay un enigmático letrero de luz de neón con una palabra en ruso y caracteres cirílicos, cuyo significado y sentido no se revela.
Pese a lo cual todo andaría mejor si la interpretación actoral fuera más rica en interioridad y menos desigual. Pero eso nunca ha sido una ventaja del director. Una actriz bien dotada como Ximena Rivas tiene algunos buenos momentos como Arkádina, un rol enorme. En tanto, Francisco Reyes se defiende a puro oficio, con el problema que él nunca desaparece tras su papel: jamás deja ver quién y cómo es Sorin. En el polo opuesto están quienes encarnan los fundamentales personajes jóvenes, sin duda no estaban listos para un desafío de tal calibre. Su desempeño es claramente pobre, fuera de tono y lugar: no se puede respetar a un Kostia que en vez de atormentado luce como un chico mañoso, llorón y hasta histérico (tampoco resulta gracioso).
Centro GAM. Av. Libertador Bernardo O'Higgins 227. Teléfono: 225665500. Miércoles a sábado a las 20:00 horas. Hasta el 1 de julio.