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Cartas
Lunes 26 de junio de 2017
Aborto y conciencia
Señor Director:
Varios lectores han reaccionado a mis planteamientos acerca del derecho a la objeción de conciencia por médicos que el día de mañana sean requeridos para practicar un aborto (supuesto que el proyecto de ley en trámite se apruebe finalmente y que el Tribunal Constitucional, nuestra tercera cámara legislativa, no lo eche abajo), y no puedo sino decir que estoy completamente de acuerdo con ese derecho. Pero una defensa de tal derecho no es coherente si, a renglón seguido, se afirma que la decisión de una mujer en cuanto a abortar o no en caso de hallarse en alguna de las tres muy dramáticas y hasta trágicas hipótesis del proyecto (ya me concedieron que no se trata solo de embarazos "difíciles", como aquellos que obligan a una embarazada a guardar reposo) no debe pasar por su conciencia, sino por lo que la ley haya establecido sobre el particular.
La conciencia de la mujer, una vez más, suplantada por el Estado, como hasta hace poco lo fue por sus cónyuges y por la completa sociedad que la sometía jurídica, política, laboral, moral y socialmente. Harían bien nuestros liberales criollos en leer "El sometimiento de la mujer", el magnífico y precursor libro que John Stuart Mill publicó ¡en el siglo XIX!
Si los legisladores votarán en conciencia el proyecto, si la Presidenta hará lo mismo cuando lo promulgue, si los integrantes del Tribunal Constitucional harán de hecho otro tanto cuando se pronuncien "jurídicamente" al respecto, y si los médicos podrán hacer objeción de conciencia en el futuro, ¿en qué queda la conciencia de la mujer embarazada en alguna de las hipótesis del proyecto? ¿Vale esa conciencia menos que la de los médicos y que la de tales autoridades?
En cuanto al fondo del asunto, la ciencia puede ayudarnos mucho para establecer a partir de qué momento comienza a gestarse la vida humana, pero no es la ciencia, ni tampoco las religiones, ni menos una iglesia en particular, las que pueden arrogarse el derecho a determinar desde qué momento podemos decir que hay una persona. El concepto de persona no es natural, sino convencional, y es el derecho de una sociedad democrática el que debe establecerlo. Ese derecho bien podría decir que la persona comienza al nacer, o en el momento de la fecundación, o tantas semanas después de ese instante, y así. Ni la ciencia, ni la naturaleza, ni la religión pueden establecer a partir de qué momento o circunstancia tenemos una persona. Por tanto, no es preguntando a médicos y biólogos, ni tampoco tratando de leer en el cielo ni consultando a los pastores, que podremos dar una respuesta a este asunto, como si personas como esas conocieran una única respuesta correcta que todos los demás ignoramos.
Agustín Squella