La tendencia a silenciar por la fuerza al que piensa distinto es permanente. Censuras ha habido siempre, y nadie está libre de pecado. Pero en los últimos años han aparecido nuevas formas de intolerancia en nuestras sociedades liberales de Occidente, que se caracterizan por no reconocerse como tales. Una de ellas es la intolerancia gay.
Todos tenemos amigos o conocidos homosexuales, personas que son muchas cosas a la vez: abogados, colocolinos, amantes de la naturaleza, jazzistas y homosexuales. Ellos no definen toda su identidad sobre la base de su conducta sexual ni pretenden cambiar la totalidad de las instituciones para ajustarlas a sus preferencias. Viven y dejan vivir.
Con ellos uno puede conversar sobre si conviene dar estatuto matrimonial a sus uniones, o si es bueno que esas parejas puedan adoptar niños. Algunos piensan que sí, otros que no, pero el desacuerdo no tiene por qué traducirse en agresividad.
Con el lobby gay, en cambio, las cosas son diferentes: ellos quieren dar por zanjadas las discusiones antes de que se produzcan. Si uno es contrario al llamado "matrimonio igualitario" ya es homofóbico (aunque una lesbiana haya liderado en Francia la oposición al mismo). Tratan a los que piensan distinto como si fueran un Hitler o un Fidel Castro, gente que metió a los homosexuales en campos de concentración (al final, Fidel se arrepintió). "Homofobia" es una palabra muy seria como para abusar tan livianamente de ella. Conozco el caso de un sociólogo español que, por decir estas cosas, fue condenado a tener un inspector gay en todas sus clases, que informaba si decía cosas incorrectas.
Y no digamos nada de los libros. Hoy uno puede comprar Mi lucha , de Hitler, pero no se le ocurra a un profesor poner en la bibliografía de un curso Homosexualidad y esperanza , de G. van den Aardweg, o Un más allá para la homosexualidad , del ex líder gay David Morrison, porque se verá en serios problemas.
Silenciar al que piensa distinto: así cualquiera gana una discusión.
Uno piensa que los auténticos liberales deberían poner un grito en el cielo. Con lágrimas en los ojos deberían recordarnos: "No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo". Pero prefieren quedarse callados, porque salvar el propio pellejo o prestigio vale más que defender unas viejas convicciones liberales. El matonaje gay puede ser fiero. Otro tanto sucede con los defensores más serios de las reivindicaciones homosexuales (que los hay): no se atreven a poner coto a esos desvaríos.
La nueva intolerancia no es amiga de la democracia representativa. Uno pensaría, por ejemplo, que el problema de los niños "trans" en los colegios es suficientemente delicado como para justificar una larga discusión parlamentaria, pero ellos aprovechan estos meses que les quedan en el Gobierno para dictar una circular de la Superintendencia de Educación que resuelve el asunto a punta de prepotencia.
A veces, usan argumentos contradictorios. Defienden la posibilidad de que alguien se someta a una cruenta operación para extirparle sus partes más íntimas, a terribles cirugías que cambian la disposición de los huesos de la cara, y a un vendaval de hormonas (no seré yo quien me oponga a esas prácticas, aunque no las comparto), pero amenazan con quitar las licencias a los profesionales de la salud que presten ayuda a quien no quiere seguir siendo homosexual (y, por supuesto, presentan esos tratamientos como si fueran unas terribles sesiones de tortura). ¿En qué quedamos? ¿Se permite o no que los profesionales de la salud intervengan en estas materias? ¿Existe o no la autonomía personal?
La respuesta es, en el fondo, siempre la misma: "Yo digo qué se permite", "yo determino qué es homofobia", "yo, yo, yo". Eso es narcisismo político.
Ahora las han emprendido con las universidades. Hay universidades que poseen un ideario y que tienen prestigio (obviamente el prestigio no es totalmente ajeno al ideario). Pues no: no se van a otra universidad, ni se toman el trabajo de fundar una. Ellos quieren gozar del prestigio, pero que la universidad respectiva enseñe solo y todo lo que ellos quieren. Eso es frescura.
Sabemos que se vienen por delante discusiones difíciles, que tocan temas muchas veces dolorosos. Afortunadamente, para discutir sobre ellas tenemos las armas de la razón, las manoplas están de más. No lo olvidemos.