Las imágenes de Argentina contra Chile, reproducidas por Mega, fueron pobres, escasas y más bien deplorables.
Hay que decir que un partido de Primera B exhibido por el CDF es más rico en cámaras, ángulos y variedades que un encuentro internacional donde la jugada clave se vio mal, rápida y apenas.
Lo de José Pedro Fuenzalida y Ángel di María fue equivalente a lo que se presencia en el estadio: un hecho fugaz e instantáneo, porque la televisión no fue capaz de desmenuzar la fricción de los jugadores. Ese roce físico no quedó registrado de decenas de maneras, con velocidades distintas y múltiples planos de detalle.
Algo que existe en el CDF y no digamos en la Liga de Campeones, donde el género del fútbol por televisión alcanza su máximo esplendor, por la globalización y empuje millonario de los torneos europeos.
No es el fútbol que se ve desde las butacas de un estadio. Eso es otra cosa. Aroma, grada, multitud, sonidos, vorágine y testimonio de esfuerzo físico a ojos vista. En el estadio se ve la escala humana del fútbol, y la apreciación y juicios responden a esa medida. Es fácil equivocarse, y más bien es otra cosa: equivocarse es parte del juego.
En el fútbol por televisión, en cambio, son los ojos de un dios desconocido que todo lo abarca y eso rebalsa a la gente del estadio. Es intensa, implacable, penetrante y totalizadora. Eso explica que los protagonistas oculten su boca con la mano, para que nadie les lea los labios y descubra su intimidad dentro del campo: tácticas, palabrotas, juramentos, tonterías.
La virtud del fútbol por televisión es que no es la mirada humana la que observa y juzga, sino una divina que es capaz de fragmentar, rebobinar, trozar, repetir y ralentizar. Es la autopsia de un tiro que dio en la mano. Es la separación de los órganos para una tapada descomunal. Es la disección de las partes.
Son cámaras como bisturíes en decenas de posiciones: de frente y de espalda, desde el centro y a ras de pasto, del costado y desde el aire.
Lo que el árbitro Sandro Ricci sancionó como fusilamiento sin barrera, y lo que decidió el encuentro, ese roce y restregón de un defensa a un atacante, fue registrado malamente, desde la lejanía y con apenas dos puntos de vista: un espectador desde la tribuna y otro desde la galería. Nada más.
Esa jugada no fue escudriñada por numerosas cámaras, que para eso es el fútbol por televisión, y eso generalmente, aunque no siempre, implica precisión, discernimiento y descubrimiento.
Ese momento no fue capturado, procesado ni descuartizado.
No fue puesto en el microscopio ni en la cámara lenta.
Y por eso nadie lo vio.
El penal nunca existió.