Los partidos políticos -la institución de nuestro régimen democrático peor valorada por la opinión pública- se han visto forzados por ley a convertirse en auténticas órdenes mendicantes pedigüeñeando a sus supuestos simpatizantes que se inscriban como partidarios, a riesgo de dejar de existir. A contrapelo, la designación de los candidatos a la Presidencia de la República ha hecho visibles con obscenidad pugnas internas de pronóstico creciente.
Las nuevas reglas jurídicas que los rigen, que ellos mismos aprobaron después de casi treinta años de tranquilo control de la vida política, aumentan los rangos de competencia. El voto voluntario, la democratización interna y, sobre todo, el fin del sistema partidario binominal y su sustitución por un sistema representativo moderado configuran un cambio institucional de gran relevancia que conducirá de modo inevitable al aumento del número y diversidad de actores en la escena política.
Todo ese cambio me parece positivo, pero en los partidos -que no esperaron que este remezón los pillara en un estado tan precario- introdujo un nerviosismo desacostumbrado. El sistema binominal anterior fomentaba fuertemente la formación de dos grandes coaliciones inamovibles, donde las jerarquías partidarias gozaban de enorme poder (para perder el cupo el sistema antiguo exigía la alta vara de que la lista ganadora obtuviera 100% más uno de votos más que la perdedora). En cualquier otro sistema, la Nueva Mayoría y también la alianza opositora e, incluso, algunos de los partidos que las componen se habrían fraccionado y perdido parte de su poder. Las divisiones internas devendrán en el futuro, a menudo, en fisuras, ya que el nuevo escenario institucional no castiga el camino propio con el desaparecimiento.
La apertura del sistema partidario, necesaria porque el régimen jurídico sacrificaba la realidad al dios de la estabilidad, existiendo una situación basal dividida, heterogénea y cambiante, plantea también desafíos.
Como ya se ha visto, la Presidenta de la República, que, en teoría, es la líder de la Nueva Mayoría, ha padecido varias rebeliones -simplemente parlamentarios o partidos adherentes a esa coalición han votado en contra de sus proyectos- sin que nadie pague la responsabilidad política. Así, la fórmula de un Presidente con grandes atribuciones -como lo es en la actual Constitución- con un apoyo parlamentario fragmentado, precario e inestable, es un mal escenario que puede convertirse en la regla a partir del año 2018.
Lo que debería causar inquietud son, por lo tanto, las lógicas contrapuestas que guían al sistema de partidos políticos y alianzas que se avecina, de un lado, y el extremo presidencialismo constitucional, del otro. En este punto se requiere una reforma porque este diseño presidencialista funciona con pocas agrupaciones, sólidas y disciplinadas, no con partidos y alianzas de partidos.