El hijo del notario es el tercer libro con que Camilo Ortiz (San Carlos, 1966) continúa solidificando una fisonomía literaria personalísima del autor y de sus circunstancias, pero esta vez gracias a una forma diferente de comunicación. En
La casa sola (2013), su primer libro, Camilo Ortiz echó mano de cuentos, textos líricos y de un discurso narrativo de carácter autobiográfico;
La puta y el poeta (2014) es un conjunto de relatos breves. Con El hijo del notario el autor se aproxima ahora al grupo de los memorialistas chilenos (al menos en lo que a reimaginar el pasado se refiere). Pero los personajes y las situaciones del mundo anónimo, maloliente e insignificante del diario vivir, o del diario sobrevivir, saltan con familiaridad de unos libros a otros como imágenes que el escritor quisiera arrojarnos a la cabeza. En
La casa sola entrega informaciones sobre su familia que ofrece nuevamente en el discurso de
El hijo del notario, así como también la historia del gato Oshi, que en este libro hace de las suyas en el departamento de la calle Passy donde vive el autor.
En La puta y el poeta aparecen configurados ambientes y personajes que regresan en las páginas de
El hijo del notario, entre ellos las de diferentes figuras de gato, el animal que se destaca en todos sus libros: "Plegaria para un viejo gato de departamento" en
La casa sola; "El gato partido" en
La puta y el poeta, y "Gato de bar" en
El hijo del notario, texto interesante porque confirma la afinidad del autor con los gatos solitarios y "quitados de bulla".
A pesar de sus relaciones intertextuales,
El hijo del notario posee personalidad propia. Camilo Ortiz se propuso en este libro, como su misma voz narrativa afirma, "... hacer un ejercicio de sinceridad autobiográfica, venciendo el pudor". Dicho objetivo da origen a diecisiete textos, donde se reproducen experiencias que seguramente la memoria del autor considera iluminadoras del pasado desmaquillado que intenta presentar a sus lectores. Pero es imposible mirar hacia atrás con ojos ausentes de subjetividad. La perspectiva que el narrador proyecta sobre tales experiencias no tiene nada de la placidez con que algunos memorialistas escriben sobre sí mismos, especialmente cuando lo que contemplan es el lejano tiempo -por lo general, feliz- de la infancia. Para él, por el contrario, la infancia es "una tumba que ha estado demasiado tiempo abierta" y la memoria es "maldita" porque solo trae al recuerdo imágenes desprovistas de colorido, desnudas de valores, crueles en su descarnado realismo: el otro lado de la
bonhomie que siempre se recuerda como rasgo del carácter de Gonzalo Rojas; los fracasos sentimentales del autor con una variopinta galería de mujeres, algunas mucho menores, pero por lo general tan alcoholizadas y decadentes como él, que terminan abandonándolo con sus mejores amigos; sus interminables borracheras en pestilentes bares de mala muerte, familias descalabradas, personajes de retorcidas psicologías y comportamientos, etc. Imágenes que llegan hasta nosotros transmitidas por una voz que nos habla de "la extrañeza de los seres humanos" mientras soporta un intolerable cansancio existencial que se refleja en el humor negro de sus recuerdos y que las caricaturas de Leo Ríos insertas en las páginas del libro interpretan de manera sobresaliente.
Los méritos de
El hijo del notario saltan a la vista: un lenguaje exento de fallas, que comunica convincentemente la fatigada interioridad desde la cual la voz narrativa contempla su pasado, otorgándole las notas de nihilismo, amargura y falta de trascendencia que también acogen muchas páginas de la novela chilena actual.
El hijo del notario
Camilo Ortiz
El Español de Shakespespeare,
Santiago, 2016,
120 páginas,
$10.000
Relatos