El Presidente Trump dio a conocer el nombre de su nominado para llenar la vacante producida por la muerte, en febrero de 2016, del juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos Antonin Scalia. Se trata de Neil Gorsuch, actual magistrado de la Corte de Apelaciones del Décimo Circuito, de reconocido prestigio académico y judicial. Se le considera un juez moderadamente conservador que, como Scalia, se opone al "activismo judicial" y al llamado "gobierno de los jueces", haciendo ver que estos no deben, a pretexto de una interpretación abierta o evolutiva de la Constitución y las leyes, usurpar las funciones que corresponden a los poderes Ejecutivo y Legislativo.
La posición de Gorsuch resulta interesante para nuestro medio, ya que si bien en el pasado se criticó a nuestros tribunales por ser excesivamente literalistas en la interpretación de la ley, hoy las cosas parecen haberse invertido. No por nada el contralor general de la República ha hablado de un "gobierno de los jueces" para criticar que los tribunales pretendan determinar a qué sistema previsional deben adscribirse ciertos funcionarios públicos. Este es un ejemplo, pero podrían darse varios más, como el reciente fallo de la Corte Suprema que dispone que el Servel debe instalar locales de votación en las cárceles. El más serio, sin embargo, es el congelamiento de los precios de los planes de las isapres, que se ha dado por el acogimiento ya casi mecánico de miles de recursos de protección.
No dudamos de que nuestros jueces actúan así guiados por buenas intenciones y no pocas veces presionados por la inactividad de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Pero también es cierto que el remedio suele ser peor que la enfermedad, porque los magistrados no están en condiciones de efectuar una evaluación de decisiones que son propiamente políticas. En el caso de las isapres, se ha terminado por instalar un modelo paralelo anómalo, gestionado por el Poder Judicial, en favor de un grupo de personas que, con mayores ingresos y facilidades de acceso a la justicia, obtienen planes de salud baratos, a costa de la inmensa mayoría de los cotizantes que no recurren.
No es raro, entonces, que quienes aboguen por la conveniencia de implantar una política pública, en vez de recurrir a la competencia de las ideas en una asamblea parlamentaria, terminen golpeando las puertas de las cortes para que sean estas las que la impongan. Clara ilustración de esta tendencia es la demanda promovida por el Movilh ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. ¿Resultado? El Gobierno, de espaldas a la ciudadanía, compromete la soberanía nacional y firma un acuerdo de "solución amistosa" por el que se obliga a enviar un proyecto de ley que consagre el "matrimonio" homosexual con adopción y homoparentalidad. A los parlamentarios, luego, se les dirá que el proyecto debe aprobarse porque está en juego una posible condena de Chile por la Corte Interamericana. Es decir, lo que eventualmente decidiría un grupo de jueces no elegidos democráticamente coartará la deliberación política que corresponde hacer a los órganos legisladores chilenos.
En el mismo sentido, ¿cómo se entiende que un organismo público como el Instituto Nacional de Derechos Humanos, en vez de propiciar que sean las autoridades políticas las que provean las condiciones para que los encarcelados puedan votar, recurra a los tribunales para que sean estos los que las determinen?
"La tarea de los jueces -ha dicho el nominado juez Gorsuch- es declarar lo que la ley dice... y no lo que ellos piensan que debería decir a la luz de sus propias opiniones políticas". No se nos escapa que la línea fronteriza entre interpretar y legislar es en algunos casos tenue y difícil de precisar. Pero nuestros magistrados, y las demás autoridades públicas, harían bien en estar conscientes de que tal límite existe y que su violación menoscaba el Estado de Derecho, devalúa la misma función judicial y pone en entredicho su independencia.