Esta película cuenta más o menos la misma historia que Marguerite, la cinta francesa de Xavier Giannoli acerca de una aristócrata que ama la música, pero canta endiabladamente mal, aunque nadie se atreve a decírselo. La primera diferencia de esta nueva versión es que adopta el caso real, el de la octogenaria neoyorquina Florence Foster Jenkins.
Las otras diferencias, las más fuertes, vienen del punto de vista.
El relato toma a Florence (Meryl Streep) en su último año de vida, 1944, cuando desea consumar su sueño de cantar en el Carnegie Hall. Ella es, por cierto, la estrella de la historia: gracias a su fortuna, que destina al mecenazgo sobre importantes clubes de música, ni los profesores, ni los músicos, ni los críticos, ni sus amigos se animan a revelarle el desastre que es su voz. Por el contrario, todos la elogian y la alientan sin crítica alguna.
Lo mismo hace su marido, St. Clair Bayfield (Hugh Grant), un fallido actor inglés que la ha acompañado, sin sexo, por 25 años. Este es el verdadero protagonista. Toda la estructura del filme está construida sobre él; es quien abre y cierra el relato, y es el que dirige el punto de vista; son escasos los momentos en que su figura no está en el cuadro.
Bayfield es un personaje complejo. Una combinación de protector, lacayo y amante que no solo conoce los inmensos dolores del pasado de Florence, sino que comprende sus deseos hasta la más pequeña inflexión. Vive de ella, claro, pero con una gratitud que solo puede nacer de cierta empatía. La fragilidad de Florence refleja la suya, aunque Bayfield es más culposo y menos talentoso para administrar su vida de ficciones.
La némesis de Bayfield es el joven Cosmé McMoon (Simon Helberg), el pianista contratado por Florence que contempla con asombro inacabable el mundo de mentiras en el que vive la benefactora. Es un rasgo de inteligencia del guion que deposite la tensión principal -¡que alguien diga por fin la verdad!- sobre estos dos personajes pusilánimes y complementarios, donde McMoon viene a ser el retrato del artista adolescente.
Bayfield es la parte más interesante y áspera de esta película, fortalecida por el colosal desempeño de Hugh Grant. A diferencia de la ingenuidad (o la astucia) con que Florence se ha construido una vida mentirosa pero triunfal ("nadie podrá decir que no canté"), Bayfield carece de coartada y entiende que detrás de la última máscara no hay más que la ruina moral.
Stephen Frears es un cineasta apreciable, algo más que funcional y correcto. Sabe dónde situar su cámara para captar los gestos menores que crean un espacio moral, es fino y minucioso para cargar sus ambientes de sentido emocional, es sensible a los ecos sociales y políticos, y consigue momentos inspirados, como cuando MacMoon obtiene el trabajo o cuando Florence y McMoon tocan juntos una pieza de Chopin. Solo por esto Florence Foster Jenkins es inmensamente superior a Marguerite.
Frears sabe hacer cine, aunque no siempre haga gran cine.
Florence Foster Jenkins
Dirección: Stephen Frears. Con: Meryl Streep, Hugh Grant, Simon Helberg, Rebecca Ferguson, Nina Arianda.
111 minutos.