En el invaluable aporte que Marcelo Bielsa y Jorge Sampaoli hicieron al fútbol local, hay algunos elementos formales indispensables. Los paseos frenéticos por la zona técnica, la intensidad de los gritos, la verborrea dispersa con terminología específica en las conferencias, y el desprecio por las normas de estilo. Ambos provocaron una revolución, pero establecieron un nexo tan profundo con sus respectivos presidentes (que les otorgaron carta blanca en los gastos) que rompieron sus contratos cuando Mayne-Nicholls y Jadue debieron irse, por distintas razones, claro.
Al evaluar su legado se concluyó que la clave del éxito estaba en el trabajo obsesivo, en el estudio minucioso del rival (incluidos los espías), en la verticalidad de la propuesta, en la presión constante, en la exigencia llevada al límite. Y, obviamente, se pensó que bastaba con replicarlo, ojalá con sucesores que estuvieran impregnados de la idea. Berizzo demostró que no aplicaría el manual completo, y de todos los sucedáneos que trabajaron en Chile, fueron pocos los que destacaron y varios los que fracasaron (Vivas, por ejemplo, de manera estruendosa).
Se generaron corrientes enfrentadas en la última década, donde el mayor contrapunto está en los dos títulos de la selección. Pizzi renegó de casi todos los códigos -estéticos y filosóficos- de la propuesta anterior y ganó igual. Muchos técnicos chilenos no solo no adhirieron, sino que rechazaron la invitación; Sierra, Vera, Tapia, Vergara, Ponce, Ramírez, Fuentes, Pellicer y varios otros se pusieron en la vereda contraria, a riesgo de ser descalificados por fomes, desapasionados o flojos. Y el más reciente campeón, Mario Salas, destacó por romper ese molde "nacional": es audaz en la cancha y pasional en la banca; antepone su idea por sobre todas las cosas, el sistema no se transa aunque cambien los intérpretes. Busca lo suyo contra toda lógica y sensatez; es confrontacional con la historia de su club y las tradiciones del medio. Una excepción que no concita unanimidad.
La "patada voladora" de Beccacece es, por ende, la expresión más extrema de una corriente. En ocho meses de trabajo aún no da con la fórmula y, pese a todo el parentesco con el pasado más exitoso de la U y la selección, está demostrado que con la idea no basta. Es tanta su frustración, que la pasión la transforma en histeria: grita, aletea, pega patadas y se taima. En una línea parecida, Pablo Guede intentó la transformación más extrema de los últimos años en Colo Colo, con arcilla que no era propia y un plantel díscolo y descreído. Ha debido recurrir a todo el artificio de su discurso para mantener en pie una propuesta que sedujo (porque pocos parecían dispuestos a seguir "aburriéndose" en el Monumental), pero que no cuaja. Por falta de tiempo, es cierto. Pero también por exceso de expectativas y promesas desmedidas.
Al entrenador de la U deberían castigarlo, por cierto. Pero, si sirve como atenuante, habrá que decir que sobre sus hombros se depositó una pesada carga. Beccacece es hoy el principal referente de una ideología tremendamente exitosa, que no se fija en gastos y que tiene una leal feligresía. Pero que, como tantas cosas en la vida, no vale por sí sola, sino de quien la administre.