Cuenta Alphonse Daudet que, en Marruecos, visitó un día una maravillosa casa, anexa ("aledaña", para decirlo con término que fascina a los periodistas, no obstante que les ahorra palabras) a un huerto preternaturalmente hermoso. En él había filas rectas de aromáticos mandarinos, con sus disciplinadas frondas entre verde intenso y azul. Por acá se desplegaban unos cuarteles de viñas de verde fresco, claro, que producían los vinos más dulces del país. Más allá, los durazneros, con hojas agudas de dorso plateado, exhibían sus frutas amarillas envueltas en delicados terciopelos, y al frente, unas hileras de plátanos, con enormes aspas deshilachadas, meciéndose flojamente, como esos grandes flabelos de plumas de avestruz que acompañaban al Papa en sus procesiones.
El día se había vuelto sofocante. La luz terrible lo inmovilizaba todo. Los perros se echaban, buscando inútilmente la frialdad de las baldosas, tibias a pesar de la sombra. De pronto, se oyó un grito: "¡Allá, allá!". Como picados por un alacrán, se incorporaron de un brinco los circunstantes y corrieron a las ventanas: a lo lejos, sobre el horizonte, había aparecido una nube cobriza que se aproximaba con lentitud, proyectando una sombra oscura sobre la tierra blanquecina. "¡Las langostas!".
En un santiamén comenzaron todos los habitantes a golpear ollas, tocar campanas, sonar cornetas, gritar a voz en cuello, mientras corrían cerrando ventanas y postigos, asegurando alacenas, tapando los pozos de agua. Media hora más tarde, la nube se había detenido sobre la casa y huerto, y comenzaban a dejarse caer de ella unos insectos grandes y gordos como dedos, que frotan sus élitros con un sonido seco y áspero. Finalmente, la nube descendió con la majestad de la muerte y lo copó todo: huerto, casa, jardines. Por las menores rendijas se colaban las langostas adentro de la casa, y cubrían los muebles, las camas, y se arrastraban debajo de los armarios y las mesas. El que podía las aplastaba con tablas, alfombras, frazadas.
Inmovilizado de espanto, Daudet perdió el sentido del tiempo; nunca supo cuánto duró ese horror. Cuando finalmente, reconstituida, remontó el vuelo la masa compacta de patas y élitros entrelazados, lo que quedó a la vista fue atroz: en los mandarinos no había más que ramas gruesas; en las viñas, troncos retorcidos a ras del suelo. Los plátanos habían desaparecido. Todavía a media noche se podía oír crujidos y rasquidos debajo de los muebles.
Pero no se le dé ná, Usía. Iltma. La cocina marroquí es deliciosísima. Se le olvidará todo.
Laades bi matechaCalma. Son lentejas con tomate. Remoje 1/2 k lentejas 12 hr. Cuélelas. Pique fino 2 cebolas. Pele y pique en daditos 2 tomates. Ponga los 3 ingredientes en una olla. Agregue 1/2 taza aceite oliva, 1/2 l agua, cebollas, tomates. Sal, pimienta. Fuego lento hasta que se cuezan lentejas y cebollas y espese la salsita. Reponga agua, si es necesario. Espolvoree perejil picado.