Mi vida era distinta hace diez años, cuando me mudé a esta casa. Tenía un bebé. Tenía un marido con tres hijos de un matrimonio anterior que venían varias veces por semana a dormir con nosotros. Tenía una familia, entonces por momentos quería huir. Es lo normal.
El lugar para escaparme estaba en el primer piso. Ahí había una única habitación a la que se llegaba por una escalera externa. Puse calefacción, aire acondicionado, un escritorio, internet, un sillón barato donde tirarme a dormir. Armé el "cuarto propio" del que habla Virginia Woolf en ese libro extraordinario, contemporáneo -"Un cuarto propio"-, que desglosa la relación compleja que existe entre las mujeres, la vida doméstica y la producción literaria. En el libro, Woolf da algunos ejemplos impresionantes. Charlotte y Emily Brontë escribían sin saber cómo era el mundo más allá de las paredes de su casa. Jane Austen confeccionaba sus novelas en la sala de estar y cada tanto cubría los papeles para que los que merodeaban por ahí -visitas, personal doméstico- no sospecharan su tarea.
En ambos casos, y en todos los otros que menciona el libro, y principalmente en los demás que ni siquiera menciona, la pregunta es la misma: ¿Cómo se produce el silencio cuando hay voces en todas partes? ¿Cómo hacer, además, para que ese silencio no crezca cuerpo adentro, como una malformación del alma que nace en reacción al ruido que hay afuera? Durante años esa clase de vacío -reactivo, descontrolado- me dio temor. Tal vez por eso armé un espacio de trabajo.
Después escribí tres libros y me separé. Es lo normal. Desde entonces en mi casa tengo más espacio del que necesito. Según el momento puedo escribir en el sillón del living, la mesa de la cocina, la cama: sí. Puedo hacerlo en casi todas partes. Pero cada vez que quiero abstraerme subo a mi escritorio. Es el único lugar que queda intacto luego de todas las bombas.
En mi escritorio siempre estoy sola.
En su libro "Escribir", Marguerite Duras habla de la relación entre la soledad y la escritura. Dice que el vínculo entre una y otra cosa se da en un orden inverso al que suele pensarse. No buscamos la soledad para poder escribir, sino al contrario: buscamos la escritura para poder estar solos. No hay otro acto que produzca semejante paréntesis, tanta distancia con el resto del mundo. En esos casos, el silencio se vuelve real como una piedra. A veces hiere. Le pasó incluso a Duras. Se dedicaba a sus textos en una casa de la campiña francesa que había comprado con los derechos cinematográficos de un libro. Al principio escribía en el primer piso. Después pasó a hacerlo en la habitación central de la planta baja. "Para estar menos sola, quizá, ya no lo sé, y también para ver el jardín" explicó.
Escribo esto en la cocina, frente al jardín. Hoy es uno de esos días. Después voy a internet y pongo "escritorios de escritores" en el buscador. Aparece un blog, Proyecto Escritorio, que muestra los espacios de algunos autores. Llama la atención el de Jonathan Franzen: escribió "Las correcciones", su primera gran novela, en un cuarto cerrado, con tapones en los oídos y con el puerto de red de su computadora sellado con pegamento. Ian McEwan, por su parte, tiene dos mesas: una con su máquina Apple y otra donde escribe a mano alzada.
Mi escritorio, en cambio, no tiene giros discursivos que ayuden a construir la escena de un escritor: trabajo en un lugar básico y sustantivo -cada vez me llevo peor con los adjetivos-; en la clase de ambiente al que se llega cuando se está huyendo de alguna otra parte.
En "El taller de Gay Talese", una entrevista hecha por Robert S. Boynton al capitoste de la literatura de no ficción, Talese cuenta los pormenores de su trabajo y da detalles de su devenir laboral, que empieza a las ocho de la mañana, termina a la medianoche y es tan flexible como una rutina militar. En cualquier caso, lo importante es que este sistema le funciona. Su método obsesivo lo llevó a escribir una infinidad de crónicas y más de una decena de libros, entre ellos el último, "The voyeur's motel", que próximamente saldrá a la venta. Hasta hace algunas semanas, la promoción de este trabajo transcurría por los mismos carriles calibrados que parecen sostener la vida de Talese. Hasta que alguien sacó a Talese del libreto y, en vez de preguntarle por el viejo "nuevo periodismo", lo interrogó sobre cuestiones de género. Sucedió en la Universidad de Boston. Durante una ponencia, Talese fue invitado a mencionar a alguna escritora de no ficción que admirara. "Ninguna" fue la conclusión. Frente a las nuevas preguntas que generó esa respuesta, Talese desarrolló la idea y dijo que ninguna autora le había "encantado" porque "las mujeres no escriben bien no ficción porque no se sienten cómodas hablando con extraños".
Pensé en los alcances del mundo de Gay Talese, que conoció a muchos extraños, pero evidentemente no conoció a muchas mujeres. Y pensé también, solo por mencionar a una contemporánea de su mismo círculo profesional -el de los hacedores del Nuevo Periodismo- en Joan Didion. Sus libros "El año del pensamiento mágico" y "Noches Azules" son dos piezas exquisitas que relatan el desmoronamiento físico y mental de Didion luego de perder con una diferencia de poco tiempo a su esposo y a su hija. Y que dan cuenta de dos certezas: que no hay mayor extraño que uno mismo en los momentos de crisis. Y que no hay mejor escritura que la que replica la dimensión imprecisa del cuarto propio: el lugar al que se llega por una escalera a la intemperie, después de todas las fugas, con la urgencia de producir un vacío. Para alojarse finalmente, dolorosamente, en él.