Cosechas. Hasta hace muy poco, recién habiendo dado vueltas a la esquina, en el vino chileno la verdad es que a nadie le interesaba eso de los años. Cundía la idea de que este clima que tenemos era ideal y que, no importando nada, todos los años nos daba uvas maravillosas para hacer vinos maravillosos.
Falso. Obvio que era falso. Y la primera luz de alerta, al menos para mí, fue la cosecha 1998. Lluvias, humedad, hongos, uvas podridas, caras de circunstancias entre los hacedores de vinos. Tras cosechas cálidas, secas y seguras, de pronto el monstruo de 1998 se alzaba con sus garras peludas, arruinando el paraíso.
Pero resulta que con los años y con las lecciones aprendidas y, sobre todo, con eso de hilar fino para conseguir vinos realmente importantes en el contexto mundial -y no sólo para ganar la pichanga del barrio- nos dimos cuenta de que los años sí ofrecían vinos muy, pero muy diferentes y que, más encima, la cosecha 1998, tras ser vilipendiada y ninguneada hasta el cansancio, dio vinos muy ricos, tintos que lograron sobreponerse -en botella- al paso de los años. Y brillar.
Todo lo anterior viene porque por estas fechas ya más o menos se sabe con cierta certeza la calidad de la cosecha 2016, uno de los años más alocados de los que yo tenga memoria, pero también uno de los años que ha dado -o que, para ser más precisos, dará- algunos de los mejores tintos que se han visto por estos lados en al menos una década. Así, tal como suena.
Fue, sin embargo, un año en el que los productores de uvas vivieron en peligro. Hagamos un resumen: todo comenzó caliente, con ese verano de infierno en enero. Pero más tarde las cosas se calmaron y terminó, hasta mediados de abril, siendo un año fresco, retrasado en la madurez de las uvas lo que significan en realidad buenas noticias: vinos frescos, agradables, de los que uno se bebe sin darse cuenta y que son los reyes del asado, que es en realidad para lo que el vino está hecho. O casi.
El desafío que 2016 planteó -o más bien impuso- fueron las lluvias de mediados de abril; doscientos y tantos milímetros en el transcurso de apenas unos días que significaron que todo se transformara para algunos en una pesadilla. ¿Qué quiere decir esto? Dos caras en un mismo año. Y aquí hay que hablar de estilos.
Por ya un lustro se habla de que hay que obtener vinos más ligeros y frescos, menos alcohólicos; tintos que se beban más fácil y que, por lo general, se deben cosechar antes para obtener ese frescor. 2016 no ofreció alternativas. O cosechabas antes y obtenías ese tipo de vinos, o derechamente las uvas podridas e hinchadas de agua te daban vinos aguados. Era lo uno o lo otro.
Lo importante de 2016 es que ha forzado las circunstancias. Lo que beberemos de aquí hasta -digamos- dos años, serán esos dos tipos de vinos. Tintos maravillosos en acidez y frescor o tintos diluidos y fomes de uvas que fueron cortadas después de las lluvias.
Como es habitual en años desafiantes como 2016, años considerados malos bajo la mayoría de los estándares, los vinos de precios módicos, bajo los $3.000 o $4.000 no nos cambiarán la vida, pero ojo con aquellos que vienen de uvas cuyos productores han tenido la paciencia y los pronósticos del tiempo a mano. En esos tintos, sobre todo cabernet sauvignon, cabernet franco, pinot noir, merlot, syrah o lo que sea que no sea carmenere -una uva tal vez, solo tal vez, muy tardía para cosecharse antes de abril-, habrá una fruta deliciosa, vibrante. Todo lo que hoy el mercado parece exigir y que, a causa de la naturaleza, los productores se han visto en la obligación de ofrecer. Una gran cosecha, pero más que nunca, una cosecha para ser selectivos.