La poesía de
Tragedias oportunas convence, de entrada, por la concentrada propiedad de su lenguaje. Las expresiones de sus versos se leen con ese agrado inefable que proporciona la escritura cuando se han excluido las palabras innecesarias, incluido las precisas y acertado en la combinación exacta de ellas, de modo tal que la antigua distinción entre materia y forma parece esfumarse, todo ello con una aparente naturalidad. Así, del trabajo de búsqueda no queda huella y solo brilla el poema en su acabamiento, nítido, sin virutas ni tarjaduras ni tanteos. Sus bordes son limpios y su superficie, pulida como una escultura de Canova o la figuras de un Bouguereau. La solidez de estos poemas es, con todo, ligera y cercana porque Rivas apela a un idioma vivo y próximo, rico en un léxico que se despliega en un arco que va desde el habla cotidiana al registro ilustrado -en el cual respiran, sin hacerse visibles, las lecturas bien asimiladas por el autor.
Aunque cinceladas por la misma mano y con igual tono, quien habla con esta propiedad -que es difícil de no tildar de clásica- se descompone en distintas voces, voces que monologan desde una situación de fracaso, desde un pozo de frustración, desengaño, amargura, soledad, despecho o miseria. Ese pozo -el fondo trágico de estos poemas- no se explicita en los versos, pero es la fuente turbia de la cual emanan. Las voces de
Tragedias oportunas imprecan a partir de situaciones concretas que las pulsan -la vejez y el abandono, el rechazo y la frustración amorosa, los celos rabiosos, la agonía de un vínculo-, situaciones irreversibles, dotadas de una fatalidad que no admite dobleces ni pliegues interpretativos. Los poemas son descargas estilizadas, tapones certeros que saltan para impedir el cortocircuito final. Su discurso, por lo general, deriva en lo soez, vulgar, desesperado; es la feroz contrapartida poética de ese fondo trágico, cuya eficacia vindicativa reside, precisamente, en aquella cualidad concentrada y nítida del lenguaje. Es notable, en efecto, cómo maneja el poeta la contraposición entre la limpidez, claridad y concisión de la expresión -su contenido refinamiento, para decirlo de otro modo- con la rudeza de los referentes.
La poesía de Matías Rivas alude a situaciones y emociones que son fáciles de reconocer. Se encuentra, así, en las antípodas de un lenguaje esotérico, hermético, surrealista. El mundo al que apuntan sus versos -casi siempre como dardos venenosos- es familiar: el desgaste y la ruptura de la vida en pareja, la soledad, el sexo, los celos, los vestigios del amor perdido, las frustraciones cotidianas, la fugacidad de los días, las sombras de la vejez y la muerte. Rivas transpone estos temas -que son los temas de la poesía clásica- al escenario contemporáneo, urbano y santiaguino, sin ahorrar ninguna crudeza. Aunque marcados por un sello personal, resuenan en quien los lee los ecos de los primeros líricos griegos -Arquíloco, Simónides, Safo-, de los grandes latinos -Catulo, Marcial, Horacio- y de contemporáneos como William Carlos Williams, W. H. Auden, Cardenal.
El poemario -muy alto y regular en calidad- se divide en dos secciones ("Puertas adentro" y "Un amor romano") hiladas por el mismo humor duro, siempre al límite de la procacidad y de impecable ejecución. Del primer grupo destaco "Consejos a una discípula": "En asuntos de gravedad y trascendencia/ nunca te dejes convencer por las palabras adecuadas/ aunque te las repitan como un Ave María/ y te aseguren un dedo en el culo para tu gloria./ Considera, en cambio, que lo excepcional/ es el placer infinito/ y que el mejor instante/ es cuando el pretendiente/ con el deseo erecto va a presentar sus respetos/ a tus corruptos y aristocráticos padres./ Ni lo dudes: escúpelo ahí mismo./ Y asegúrale que estás muerta desde ayer./ Luego, híncate delante de él/ y trágate el tuétano de su yo./ Hazlo temblar".
De "Un amor romano" entresaco estos versos: "Pégame y denuncia mis conductas miserables./ No podré resistir a tu venganza./ Mándame una docena de matones que me destrocen./ Me lo he ganado, amor, lo sé y lo acepto./ Soy un felón alevoso sin dios ni ley./ Mis escrúpulos se perdieron junto con mis días de academia./ Los años no dan tregua: corrompen./ Buscamos sin cesar la intensidad/ que perdimos asfixiados por el tiempo traidor./ Me he ido poniendo soez, lo reconozco./ Desprecio a los que me interrumpen./ Qué le puedes pedir a un sujeto como yo./ No te equivoques: pégame con fiereza./ Necesito expiar mis actos./ Y qué mejor forma de hacerlo que observar tu cara de placer/ cuando me estrujas los cocos".
Matías Rivas, como se ve, no pretende acunar con una eufonía que acaricie los oídos. No falla en el ritmo, los cortes de versos frenan en el punto justo y los acentos refuerzan la intención, porque todos los recursos se dirigen al golpe alevoso de los significados encontrados.