He estado leyendo cuestiones sobre el deseo, un poco voluntariamente quizás, o bien esas lecturas se me han ido poniendo en fila por esa costumbre que tiene la realidad exterior de adelantarse a nuestros problemas. Ha habido también conversaciones y videos encontrados al azar: cosas sobre Virna Lisi, Sofía Loren, Claudia Cardinale, luminarias de un momento que provocaban la sensación de cercanía casi vecinal y a la vez proyectaban, más allá de las palabras, el aura o el nimbo de la belleza perturbadora. Y luego la canción "Je t'aime... moi non plus", de Gainsbourg y Jane Birking, que se anda apareciendo en los sueños, en la radio del taxi, en la memoria sensible de la infancia, cuando se trataba de imaginar de algún modo el mundo nocturno de los adultos.
Finalmente he optado por salir solo al bar de la esquina, en noches de lluvia, contra prescripciones de toda especie: médicas, morales, estéticas. El motivo declarado es que se piensa mejor, más protegido, cuando uno se sumerge en ese amnios de voces, vapores alcohólicos, risas, luces, música, aglomeración de personas que están a su manera tratando de convocar a Dionisios. Agregaría el humo azul de los cigarros, pero la ley antitabaco me sesga esa imagen que quedaría tan bien en la enumeración. Uno puede casi adormecerse en la observación no demasiado atenta de los otros, lo que vale como compañía. Buscada compañía.
Semejante motivo no tendría por qué generar la adversidad de los comentaristas ocasionales de la conducta ajena. Pero hay algo más, un motivo sospechado: vas a ese lugar a exponerte, a ver si cae alguna incauta; o sea, estás al cateo de la laucha.
Todas las posibilidades son probables en este caso o todas las probabilidades posibles. Lo que me asombra es la sanción al deseo por parte de gente que en todo -incluido el sexo- administra un discurso libertario -no diré liberal para no generar confusiones, ya que se trata generalmente de estatistas en lo económico-. Gente que en las películas tomará siempre la identificación con el personaje al cual los automatismos sociales y los convencionalismos intentan aniquilarle la individualidad. Gente que rompe lanzas verbales por las "opciones" de género.
Pero hay un fenómeno adicional, que no esperaba encontrarme: la persistencia de la idea de que cuerpo y espíritu son dimensiones solo compatibles en la medida en que una le da la vida a la otra. Esto era lo que yo escuchaba cuando niño de señoras que resultaban tan opinantes como rudimentarias. El pololeo estaba bien, pero habían grados de decencia. Amar a la polola, cortejarla, regalarle anillos estaba perfecto. Desear su cuerpo estaba pésimo.
A pesar de la experiencia misma, a pesar de las filosofías occidentales, a pesar de la psicología, sigue imponiéndose la escición entre cuerpo y espíritu. No sé, a mí me pasa que ya no puedo separar el enamoramiento de la fascinación del cuerpo. Y no puedo separar el cuerpo fascinador de la aparición del espíritu, alma, psique, aliento vital. Todo es lo mismo.