Hace unas semanas estuve en Paysandú. Es una ciudad chica en la que vive María Elia Topolansky, la cuñada de Pepe Mujica y la gemela de Lucía, quien fuera durante cinco años la primera dama del Uruguay.
Viajé para hablar con María Elia a propósito de un libro que estoy haciendo sobre una fuga carcelaria en la que estuvo involucrada junto a su hermana. Pero lo que encontré, por afuera del relato político y policial -la huida ocurrió en los '70-, fue un elemento que no estaba en los planes. María Elia arrojó una mirada distinta sobre la fraternidad. Si bien es idéntica a Lucía, a lo largo de la charla dio a entender que los genes pueden ser un equívoco al momento de hablar de "familia".
-Cuando estuvieron juntas en la cárcel, ¿se acompañaban de una manera especial? -le pregunté.
-En absoluto -fue la respuesta.
A fines de los 60 y principios de los 70, las Topolansky militaban en el Movimiento Nacional de Liberación-Tupamaros (MLN-T). Hasta que María Elia planteó algunas objeciones con el MLN-T e impulsó el armado del Frente Revolucionario de los Trabajadores (FRT), al que los tupamaros -Lucía entre ellos- se referían despectivamente con el nombre de "microfracción". Esa diferencia, entre otras cosas, fue cimentando la construcción de otra identidad común.
-En la cárcel yo hablaba con mis compañeras; uno elige a sus hermanos -continuó María Elia.
Y si bien la idea está un poco gastada -todos alguna vez hablamos de los "hermanos del corazón"-, fue llamativo oírla en boca de una gemela: la apoteosis de lo que puede entenderse como "la sangre".
Me pasé el viaje de regreso pensando, entre otras cosas, en esto.
Soy hija única y cada tanto alguien dice -alguien con hermanos dice- que tengo actitudes propias de quien pasó la infancia sin competencia genética en la casa. El comentario, además de ser un poco fácil, suele tener connotaciones negativas a las que ya no reacciono como antes. Cuando lo oigo sonrío con mesura, como si declinara un plato de comida en una casa ajena. Pero después, aun si cambio de tema, quedo detenida en la misma pregunta que surgió en el encuentro con María Elia: ¿Alguien sabe qué demonios es una familia?
Porque yo no sé.
Sólo sé que la respuesta es una inmensa copa de árbol que esconde en sus ramas, a la manera de un nido, un mensaje.
Aquel día, en su chacra, María Elia habló de la condición sinuosa y dispersa de la identidad. Y lo hizo a través de un ejemplo insólito. Con las manos abiertas, mostrando las yemas de los dedos, advirtió que las huellas dactilares no siempre son únicas como se cree. El dedo gordo, dijo, puede imprimir igual que el pulgar de otra persona y fue gracias a eso -agregó- que en los 70 les había sido posible falsificar ciertos documentos con los que se manejaban en la clandestinidad. No me queda claro si algo así es posible -me parece un delirio que sea posible-, pero la imagen es buena a la hora de pensar en el elemento "extraño" que forma parte de lo que uno considera "lo propio". Somos lo que somos porque hay ocho dedos que nos nombran, pero también porque hay dos que nos conectan con una esfera familiar que es misteriosa y ajena a las particularidades del linaje.
En mi caso, esos dos pulgares son fundamentales. Tengo amigos con los que desarmo y armo los modelos de familia y junto a los que me pregunto, infinitas veces, por qué razones estamos cerca. "Tenemos los mismos miedos", dijo uno hace ya varios años, reescribiendo esa línea de Borges que hizo historia: "No nos une el amor sino el espanto". Y tal vez sea cierto. Tal vez el barro sea más fuerte que cualquier otra cosa.
Pienso en eso después del viaje y después de haber visto, hace minutos, "Mummy": una película de Xavier Dolan -un joven canadiense al que algunos comparan con Jean Luc Godard- en la que se interpela la institución familiar. "Mummy" es incómoda. Porque cuenta la relación entre un hijo insoportable y su mamá -una mujer errática- y porque lo hace en un marco ficticio pero inquietante: en la Canadá de la película, hay una ley que permite que los padres de chicos inmanejables encierren a su prole en hospitales psiquiátricos sin que medie juicio alguno. A lo largo del filme, tanto la madre como los espectadores oscilamos frente a una duda incorrecta: ¿Tendríamos a nuestra familia tal cual es, si existiera la chance legítima de sacarnos de encima a aquellos miembros que nos desquician? ¿Seríamos separatistas -como Catalunya, Georgia o el País Vasco, o como las mismas hermanas Topolansky- si hubiera una forma de romper amarras con la identidad que nos fue dada, y no ser tildados de inmorales por eso? ¿La familia, finalmente, es un trabajo forzoso?
Dolan da una respuesta maliciosa y sutil. Decide que la madre en la ficción se llame Diane y que su apodo sea Die, que en inglés significa "muere". Y si bien no queda claro a quién va dirigido el imperativo -si Dolan se lo dice a la madre, o si la madre se lo dice al hijo-, lo que sí se intuye es que el merodeo de la muerte -ese barro- es lo que finalmente los une. Y que a ese lazo indispensable y tembloroso también, o sobre todo, se lo puede llamar "identidad".