Por la prensa nos hemos informado de la tensión que ha brotado entre el Gobierno y el Consejo Ciudadano de Observadores para el Proceso Constituyente, al que el primero le encargó garantizar que sus instancias de participación "se lleven a cabo de manera transparente, sin presiones ni distorsiones". La Presidenta de la República no mandó recados con nadie; fue ella misma quien en una reunión pública sostenida con sus integrantes hace algunos días les advirtió -siempre según la prensa- que "han ido un poco más allá de lo que yo me imaginé". Los desencuentros mayores dicen relación con el involucramiento de los funcionarios públicos, con la decisión de evitar votaciones, con las fechas y con la voluntad del Consejo de hacerse cargo, sin la intervención del Gobierno, del documento que se entregará a la Presidenta de la República dando cuenta de las recomendaciones surgidas del proceso de consulta ciudadana. No son temas menores; sin embargo, esta tensión es prueba de que esto marcha mejor de lo imaginado.
Épreuve : así denomina el sociólogo Luc Boltanski las pruebas que se autoimponen personas e instituciones para brindar evidencia de que están siendo fieles a los principios a los que apelan para justificar su acción. Es lo que hace, por ejemplo, la Iglesia cuando impone a los sacerdotes los votos de castidad o de pobreza para exhibir su adhesión exclusiva a Dios. O el capitalismo cuando establece penalizaciones contra una tendencia que es natural a su desenvolvimiento, como la colusión, para demostrar su compromiso con un principio justificatorio fundamental como es la libre competencia.
Aunque voluntaria, y a pesar de que la intención es exhibir factualmente la adhesión a valores que se estiman superiores, la épreuve envuelve siempre un desgarro para el que se la impone, pues ella inevitablemente limita su poder y su libertad. La tensión entre la Presidenta de la República y el Consejo de Observadores es una excelente demostración de esto que estamos hablando.
Al conformar el Consejo, que incluye a numerosas figuras cercanas a la oposición, lo que hizo la Presidenta fue ceder soberanía. Lo hizo en aras de dar pruebas de que el proceso de participación no estará sometido a un determinado sesgo político. Pero claro, como en todas las cosas de la vida, una cosa es declarar intenciones y otra, someterse a las exigencias que se derivan de las mismas. Más cuando la instancia responsable -como sucede en este caso- se toma su papel en serio, y lo defiende esgrimiendo los mismos principios bajo los cuales fue convocada: "Contribuir a crear, desde su posición autónoma, condiciones para el buen éxito de un proceso de diálogos ciudadanos que satisfaga las exigencias de transparencia, transversalidad, inclusión y ausencia de sesgo político que la propia Presidenta nos pidió cautelar", como reza la declaración pública que el Consejo emitió luego de la reunión donde la Presidenta les advirtiera que quizás habían ido un poquito lejos en materia de iniciativa y autonomía.
La aprensión de la Presidenta es comprensible. Haciendo gala de una gran entrega de sus integrantes y de un liderazgo excepcional, el Consejo ha logrado vencer resistencias, ganar legitimidad y extender notablemente su campo de acción. Esto ha suscitado algo que ocurre a menudo: que el órgano independiente creado para fiscalizar que las conductas de un determinado agente respondan a los principios y valores que él mismo invoca termine ejerciendo con tanto celo su función, que quien le diera el mandato inicial -aquel que le cedió soberanía- empiece a mirarlo como una amenaza. Algo de esto, presumo, podría estar ocurriendo en este caso; lo que desde el punto de vista del proceso constituyente, al menos, es una gran señal.