Suponga que usted despierta en un hospital conectado por vía intravenosa a un paciente que se encuentra inconsciente en la cama del lado. El médico le cuenta que se trata de un famoso violinista que necesita que alguien le provea durante un tiempo de la función renal, por lo que un grupo de amantes de la música lo secuestró a usted y después de sedarlo lo conectó al enfermo. El médico le señala que lo necesitan durante nueve meses para encontrar un tratamiento; en caso de que usted decida desconectarse, el violinista morirá. Este es en síntesis el caso inventado por Judith Thomson hace más de 40 años para defender el derecho de la mujer a "desconectarse" del hijo que espera y que ha sido propuesto ahora en Chile como una fórmula de consenso para aprobar el aborto en las tres causales planteadas por el proyecto de ley en actual tramitación.
Se trata de una analogía con la madre embarazada que busca convencer de que el aborto debería proceder aun cuando se reconozca que la criatura a abortar sea una persona, como sucede con el violinista del caso. Sería muy generoso -se arguye- por parte del secuestrado consentir en que su cuerpo sea utilizado para salvar al violinista, pero ello no podría serle exigido. No podemos esperar -dice Thomson- que todos se comporten como el buen samaritano de la parábola evangélica. Siguiendo esta lógica, en nuestro país se ha sostenido que la mantención del embarazo para permitir el nacimiento del niño en gestación, al menos en las tres causales del proyecto, sería una conducta "supererogatoria", es decir, algo moralmente bueno, digno de admiración incluso, pero más allá de lo que razonablemente puede exigirse a una persona común.
Sin duda se trata de un argumento persuasivo, y que además tiene la virtud de reconocer que el concebido puede tener derechos o intereses autónomos que no pueden serle desconocidos por la sola decisión de la madre. Pese a ello, pensamos que falla por dos razones fundamentales.
En primer lugar, porque si bien es cierto que no puede exigirse a los padres que se inmolen o que hagan sacrificios extraordinarios para mantener la vida de sus hijos, nadie dudará que, como a todos los demás ciudadanos, se les puede y debe pedir algo más básico: no atentar directamente contra la existencia de un ser humano inerme. Al que pasa por el camino del malherido de la parábola no se le pedirá que lo socorra y le pague los cuidados en la posada como hizo el buen samaritano, pero sí se le exigirá que se abstenga de matarlo. Lo mismo puede decirse respecto del violinista de Thomson: el secuestrado puede cortar la sonda que lo conecta al enfermo, pero en ningún caso estará autorizado a coger un bisturí y asestarle un golpe mortal a su corazón.
En un segundo término, porque si lo supererogatorio se entiende como la imposibilidad de cumplir con ese mandato mínimo por las concretas circunstancias que vive la persona -ella debió abstenerse de matar al hijo, pero se vio impedida de actuar de otra manera-, bastaría con ocupar las circunstancias eximentes de responsabilidad criminal que se encuentran en el Código Penal vigente, como fuerza moral irresistible, miedo insuperable o estado de necesidad. En tal evento, será el juez quien, caso a caso, podrá ponderar hasta qué punto la mujer embarazada consintió en un aborto apremiada por circunstancias extremas que le fueron insuperables, de modo que no le era exigible actuar de otro modo.
No es esto lo que propone el proyecto de ley. Su objetivo no es evitar que se exijan conductas heroicas a las embarazadas, sino convertir el aborto en un derecho protegido por el ordenamiento jurídico. Más aún, se trata de darle la categoría de prestación médica, a la cual terceros, como el personal de salud, estarían obligados.
Siendo así, no hay manera de conciliar ese estatuto legal con un genuino reconocimiento de la dignidad humana del hijo que está por nacer.