Tenía el propósito de no tratar cuestiones profesionales en esta columna, pero ahora que la colusión va a ser un delito y que, como director de una empresa láctea, me he enfrentado a varias acusaciones, me voy a ir preparando para la posibilidad de que alguna vez los jueces se equivoquen y me condenen.
Por ello me propongo hacer algo de academia previa para preparar mi defensa.
Una vez me invitaron a la comisión de Agricultura de la Cámara Baja a que expusiera sobre algún tema lácteo que ya no recuerdo. El tema del precio de la leche saltó inmediatamente. Una honorable, cuyo nombre mantendré en reserva (por eso de que los caballeros no tienen memoria), me miró con esa cara de desprecio que algunos reservan para los empresarios o los abogados y yo soy de los dos. Ella me muestra una botella de agua de nuestra producción y me espeta con cara de arrogante satisfacción respecto de su magnífico descubrimiento: "¿Cómo explica usted que su empresa pague 200 pesos el litro de leche a productor y me cobra por esta botella de agua 400 pesos en el quiosco de acá afuera del Congreso?".
Como esa pregunta sintetiza uno de los vicios de la política -el de la ignorancia temeraria, que no reconoce género ni partido-, es bueno responder públicamente a la honorable.
La diputada ignora los costos asociados con la actividad industrial, tratamiento de riles, logística, distribución, márketing, venta y auditoría. Olvida, además, el IVA y los márgenes de utilidad del fabricante de la botella; del transportista que la distribuye y del quiosco que la vende. Si ella quiere ir con un camión aljibe a comprar agua a nuestra planta, probablemente se la vendamos en 20 pesos el litro y no en 400 pesos la botella de 300 cc.
Lo que ella parece no entender es que el precio del agua embotellada deriva de lo que una película denominó "lo que ellas quieren". La diputada quiere tener agua disponible, a tiro de piedra, cada vez que tenga sed, eso significa distribuirla en todo Chile (100.000 puntos de venta).
Si ella no lo sabe, transportar agua es caro y en botellas más caro. Pero, asimismo, ella quiere que la botella esté helada, para lo cual hay que tener refrigeradores en los puntos de venta, que hay que comprarlos y mantenerlos, pero que además funcionan con energía, que, gracias a las leyes que ella ha promulgado, es carísima.
Pero eso no es todo, también tenemos que lograr que ella elija nuestra botella y no las de la competencia, para lo cual hemos contratado diseñadores y realizado focus groups y encuestas que determinan el color, forma y tamaño del envase que prefieren las consumidoras, como asimismo invertir en posicionar la marca comercial para que ella la reconozca y la valore.
Ese envase, además, se fabrica a base de plástico, que es un derivado del petróleo, que es caro por los impuestos con que ella lo grava cada vez que aprueba una reforma tributaria.
Aparte de ello, hay que contratar a famosos que publiciten el agua, porque los chilenos no queremos tomar cualquier agua, sino la que toman la Tonka, Cecilia o el rey Arturo, lo que requiere de campañas de márketing y publicidad en medios.
Si a eso usted le suma los costos laborales, tributarios, legales (en defendernos de acusaciones infundadas), tramitación de permisos, cambios de fórmulas y rotulación por las nuevas normas de etiquetado y la infinidad de otros costos que ella con su voto ha contribuido a crear para las empresas, ella podrá entender por qué el precio del agua en el pozo o de la leche al pie de la vaca no tiene ninguna relación con el precio del agua o de la leche en el supermercado o quiosco de la esquina.
Finalmente, y aunque a ella le moleste, el propósito de una empresa es lucrar, porque los negocios malos no atraen capital, no contratan trabajadores, no pagan impuestos, no tienen créditos bancarios ni ayudan a las pensiones que dependen de las utilidades de las empresas; por lo que el precio incluye un margen de ganancia (más bien modesto hay que decirlo).
Sin lucro, no hay empresa posible; sin empresa, no queda otra que comerse las vacas o ir a tomar agua a la vertiente.