Lynn Hunt, una historiadora norteamericana contemporánea, escribió un notable libro que titula "La invención de los derechos humanos", en el que sostiene que el triunfo de esa doctrina descansó en el desarrollo de la imprenta.
Su tesis no es que los periódicos hayan convencido a los burgueses de que no eran inferiores a los nobles, ni que estos encontraran en ese medio la manera de reproducir, en escala masiva, el ágora de los griegos; tampoco que la Biblia de Gutenberg haya hecho a la gente adherir a la compasión cristiana; sino por qué, a través de la imprenta, los burgueses leyeron masivamente novelas.
Estas, particularmente la publicación de epistolarios de ficción con los que, según la historiadora, ningún burgués europeo dejó de emocionarse a mediados del siglo XVIII, los habrían hecho interiorizarse de los sentimientos de otros y, con ello, y he allí la clave, empatizar con personas diferentes de su entorno familiar y cotidiano.
Según Hunt, el género, particularmente el epistolario imaginario de sirvientas abusadas por sus patrones, incluyendo el "best seller" de Rousseau (sí, el mismo del Contrato Social), llamado Julia o la Nueva Eloísa, habría llevado a que los lectores, motivados por su emoción, se identificaran con personas que les eran extrañas, superando así barreras de clase, sexo y nacionalidad, hasta percibirlas como seres humanos de igual dignidad.
La emoción, impulsada por la literatura, un medio que nos invade sin amenazarnos ni violentarnos, y no el intelecto ni la ideología, habría gravitado, según esta tesis, en el origen de los derechos humanos.
La verdad "autoevidente" de que todos éramos libres e iguales en dignidad y derechos, base esencial y viga maestra de toda constitución democrática, necesita, conforme a esta idea, estar bien nutrida de emoción empática, de percibir al otro como un semejante digno.
Ahora que estamos en discusión constitucional y que los sociólogos miden todo sentimiento -desde el miedo al delito hasta la felicidad misma-, no estaría de más que nos preguntáramos en este proceso constituyente cómo anda el índice de empatía entre los chilenos.
Es posible que con ciudades segregadas en barrios distantes; educación segregada por ingresos y hasta creencias; calles segregadas entre autos, locomoción colectiva y bicicletas, y hasta medios de comunicación y redes que difícilmente apuntan a grupos diversos, sea poco lo que nos identificamos los unos con los otros.
¿Podremos escucharnos con empatía, oído dispuesto y real consideración en un proceso constituyente, o para esos efectos, en cualquier otro proceso deliberativo en el que habremos de resolver acerca de la vida colectiva? ¿Podremos disponernos de verdad como iguales en la arena política? ¿Podremos dejar de hablar de la "clase política" y sentir que son nuestros representantes?
Si esas preguntas no terminan por alcanzar una respuesta afirmativa, difícilmente podrá echar raíces entre nosotros la democracia; difícilmente tendremos instituciones políticas sólidas; sin ellas, difícilmente alcanzaremos el desarrollo y tampoco será vigorosa la vigencia de los derechos humanos, la que descansa más en una cultura que en un texto constitucional. Sin respuestas positivas a estas preguntas, se hace difícil pensar una Constitución que establezca procesos y mecanismos aptos para resolver nuestras diferencias como iguales, y es más probable que cada uno quiera escribir una para quedar en posición ventajosa ante los otros.
A veces, espero equivocarme, pero a veces percibo que unos chilenos ven la presencia y participación política activa de los otros como la amenazante llegada de los bárbaros. En una de esas, la lectura de novelas, que se multiplican en verano, será capaz de mejorar este clima de distancia entre nosotros.