Pescado con puré. Así, tal cual. Suena a comida de casa y es al mismo tiempo uno de los platos más complejos imaginables, lleno de sabores y sorpresas, de texturas y cocciones precisas en cada uno de sus ingredientes, que le gana por lejos a cualquier siutiquería extra cara y dispuesta en forma de espumas y esferas. Es una de las ofertas de la pizarra de Le petit Bernard, un bistrot que funciona de martes a sábado en las noches en el barrio Bellas Artes.
Para alguien que históricamente ha sido enemigo del culto a la personalidad de los chefs, en este caso hay que agachar el moño. El señor Bernard es un natural, alguien que logra juntar todos los ingredientes para que el resultado sea algo que canta. Mientras otros chefs dirigen dúos o grupos de cámara, este sujeto es sinfónico. Y ustedes se preguntarán: ¿por qué no es parte del Olimpo mediático del rubro? Y aquí viene aquella frase popularizada por el cómic Spiderman: "Un gran poder conlleva una gran responsabilidad".
Y con este chef, habría que ponerle un GPS para saber dónde está cocinando. Cuesta seguirle los pasos. Pero, por ahora, ya saben donde está. Aprovechen, porque la experiencia dicta que es de una especie migratoria.
Y fin a los comentarios personalistas.
En esta ocasión, se partió con unas machas a la parmesana con queso de cabra ($7.500), tal vez lo menos lucido de la noche. Las lenguas blandas, pero el sabor intenso del queso ganó por goleada.
Mejor fue un pimentón ahumado relleno de puré de berenjenas ($5.500) que, al igual que los otros platos, llevaba algo más, en este caso algo de ricota u otro queso de características parecidas que le ponía un acento ácido muy cooperativo.
Sobre los fondos, vaya la enumeración: de entre lo clásico, un bouef bourguinon blandísimo ($9.500) y con un toque aromático de especias algo heterodoxas para la receta tradicional. Y la heterodoxia ganó. Y una sopa de cebolla ($5.500) cargada al dulzor y al licor, realmente una de las mejores, sino la mejor, de la capital. Eso sí, con una hogaza de pan algo grandota, lo que le restó espacio a mayor cantidad de ese caldo glorioso. Mezquinos...
Los otros dos fondos fueron marinos: un pescado de roca a la provenzal ($9.500), con un toque de jaiba que acentuó lo propio de esta variedad de pez. Y un róbalo con puré de papas, montado sobre espinacas braseadas y con una costra de hierbas ($8.500). ¿Alguna vez ha querido volver a comer, en un futuro imaginado, un plato de... pescado? Así es el calibre de este milagro.
Para terminar, unos profiteroles y una crème brûlée ($3.500), a la misma altura del resto. Y, antes de concluir con las loas, vayan las recomendaciones:
-Tienen una muy atractiva carta de vinos naturales, poco conocidos por el común de los mortales. Igual el mozo terminó comentando que tenían otro par de etiquetas más mainstream. Señores del bistrot: si no quieren que sus clientes pongan cara de "what?", ayúdenlos de alguna manera.
-La cocina no es rápida y, en una noche con más mesas ocupadas, no hay que ser un genio de la carta Gantt para predecir un posible desastre. Sean precavidos, por favor.
-Y sobre el servicio, es realmente amable y gentil (cero queja, de verdad), pero esa cocina requiere de embajadores más experimentados para hacerle los honores necesarios. Es un comentario desde la frontera de la tercera edad, pero en fin. Evalúen ustedes.
Entonces, para terminar, si mejoran los detalles y encadenan al chef a su cocina, tengan la certeza de que habrá en Santiago un nuevo goce permanente para los melómanos del buen sabor. Ojalá que dure. Por lo menos hasta volver a comer ese pescado con puré.
José Miguel de la Barra 455 y 457, 2 2638 2665.