El viernes, poco antes de las cinco de la tarde -casi a las cinco, en sombra de la tarde-, la Presidenta Bachelet declaró ante la prensa. Para pronunciar cada palabra debía derrotar a la emoción. Horas antes su nuera había sido formalizada y sometida a medidas cautelares: firma mensual, arraigo y prohibición de comunicarse con sus socios.
La dificultad de encontrar algo parecido en la historia democrática de Chile -un miembro de la familia presidencial sometido a la justicia del crimen- muestra el tamaño del acontecimiento.
Y explica la conmoción de la Presidenta.
Porque es probable que sus lágrimas (que no se derramaron, pero que tampoco lograron ocultarse) fueran no solo por su familia herida, sino también por el significado político de este hecho. Es verdad, como el Gobierno se ha empeñado en subrayar (con más énfasis que imaginación) que la formalización de Natalia Compagnon muestra que en Chile hay igualdad ante la ley; pero también es cierto que el país no necesitaba que un miembro de la familia presidencial fuera acusada de fraude tributario y organizara una empresa de pícaros para comprobarlo.
Las declaraciones de la Presidenta, horas después de la formalización, recurrieron a la vieja fórmula (que está en los Discursos de Maquiavelo) de separar la afectividad hacia la familia de los deberes hacia el Estado:
Han sido tiempos difíciles para mí y para mi familia, muy dolorosos -declaró la Presidenta-, y sin duda eso me ha afectado profundamente, es un sentimiento humano normal. (Sin embargo, agregó) eso no me ha nublado ni por un minuto de lo que son mis responsabilidades como Presidenta de la República y Jefa de Estado.
¿Es plausible, en su caso, esa separación entre el sentimiento y los deberes?
Desgraciadamente no.
Una de las características de la Presidenta es que en ella no es posible discernir -separar, distinguir- a la política de la persona que está tras ella. No se puede decir de Bachelet lo que de otros políticos: que estando tan preocupados de su éxito, adoptaron la precaución de no mostrar nunca lo que de verdad son. En la figura de la Presidenta Bachelet, en cambio, se han mezclado siempre, para bien y para mal, la persona de la política con la simple personalidad que la habita. El resultado ha sido a veces magnífico (nunca ha habido en Chile una política en la que casi todos se reconocían, como ocurrió con ella), pero también, como lo ha mostrado el caso Caval, puede ser terrible.
Porque al no haber solución de continuidad entre la personalidad real de la Presidenta y su personalidad política, ella no puede recurrir a la vieja fórmula de separar las esferas y elegir a la patria por sobre su familia. ¿Cómo hacer esa elección creíble si todo su liderazgo, lo persiguiera ella deliberadamente o no, se construyó sobre la ilusión de que en ella se confunden ambas dimensiones, la personal y la política, hasta hacerse casi indiscernibles? ¿Cómo confiar en esa elección si su afecto le impide, hasta ahora, emitir el menor juicio crítico sobre el caso Caval? Cuando la afectividad se extiende a todas las esferas de la vida, sin dejar a salvo ninguna, la racionalidad instrumental o política, la frialdad que se admira en el político crudo (por ejemplo Mirabeau, de quien se decía que la razón de su éxito político era la ausencia de virtudes personales) queda sin función alguna. Cuando lo personal es político, la política pierde su función de racionalizar las emociones, ella misma se vuelve emoción y todo se confunde.
Fue lo que le ocurrió a la Presidenta: quiso invocar su deber, pero las lágrimas que pugnaban por salir indicaban que era el sentimiento por su familia lo que de veras la invadía.
Por supuesto la declaración de la Presidenta, apenas unas horas después de la formalización de la madre de sus nietos, es comprensible y despertará, sin duda, la empatía de todos; pero no alcanzará para lo que la hora requería y que es la prueba suprema del político: transformar la necesidad en virtud.