Joaquín crece; la ropa del último año ya no le queda. Decido regalársela a una amiga que tiene un hijo más chico, y esa oferta me lleva a hacer un viaje por estanterías y cajones. Reviso todo. La escena se parece a la de mirar fotos viejas. Abro una gaveta llena de disfraces. El traje de mago, el de Power Ranger, el de bailarín de tap que usó mi hijo para cerrar el año de jardín de infantes en el Teatro Astral... Aquí están los años en los que mi niño cambiaba de ropa para jugar a ser otro. Ahora, en cambio, no hacen falta trucos. La angustia y la felicidad imprimen su luz irregular en el carácter de Joaquín y con eso alcanza para que se sienta, algunos días, como los adultos, un visitante de su propia vida.
No puedo regalar estos disfraces. Los doblo y los guardo prolijamente en una bolsa de recuerdos. El paquete tiene prendas de distintas épocas, entre ellas las que mi Nonno le regaló a mi hijo -su bisnieto- cuando era un bebé. En ese entonces, mi abuelo tenía noventa y nueve años, pero estaba lúcido, y durante un tiempo le compró ropa a Joaquín con un ojo milagroso -que yo no tenía- para acertar cortes y talles. De esos tiempos quedaron un buzo azul y un juego de toallas bordadas con el nombre de mi hijo. Hasta hace un año, también había un montgomery marrón. Con mi Nonno ya muerto, ese había pasado a ser una suerte de "objeto médium": cada tanto venía a esta bolsa, retiraba la prenda y la acariciaba para contactar con mi abuelo. Hasta que a principios de 2014, después de pensarlo mucho, le di el abrigo a mi pareja -arquitecto- para que lo pusiera en un monumento que estaba haciendo en la ciudad de Buenos Aires. La obra -un recordatorio a las víctimas de la Shoá- consistía en una estructura de hormigón que rescataba, a través de un sistema de moldes y encofrados, una infinidad de elementos que habían formado parte de la vida cotidiana de los donantes. Vestidos, regaderas, bicicletas, el montgomery: todo había quedado impreso en la piedra, en ese homenaje a las pequeñas cosas que en algún momento, sin aviso, desaparecen para siempre.
Sigo abriendo cajones. Ahora, el de las remeras. Las despliego con los dedos en pinza y las miro con extrañeza, como si se hubieran encogido. ¿Aquí entraba mi hijo? Las acomodo en la pila para regalar. Allí van las pequeñas pero también las que, aun cuando están bien de talle, no fueron usadas porque tienen colores estridentes. Conforme fue creciendo, Joaquín empezó a rechazar las tonalidades fuertes. Ayer lo vi elegir su ropa y el armado era tan sobrio -tan parecido al de su padre- que me pregunté de qué manera se conforma el gusto, en qué parte del trazo subjetivo se aloja la marca, el legado familiar.
Continúo con el cajón de las toallas. Quito las de Winnie Pooh, las de Backyardigans, las de Bugs Bunny, en fin: el cajón queda vacío; mi hijo ya usa las toallas que usamos todos en casa. La limpieza sigue con remeras de fútbol (chicas), cinturones que ya no cierran, un piloto para la lluvia que compré y fue rechazado en el acto -"a mi edad ya no usamos piloto, mamá"- y los bermudas que le elegí a Joaco en Puerto Rico, durante un congreso, en un mall inmenso que yo recorría como si estuviera ausente: me sentía triste, desconcertada; me estaba por separar y la escena de las compras formaba parte de un circuito periférico al de mi universo personal. En esos días, yo era mi propio disfraz.
Pasaron ya dos años desde aquello, y los bermudas -que entonces le quedaban inmensos- hoy no le suben por la rodilla. Van a la pila de ropa junto con un par de shorts, una campera, un pijama de los Tiny Toons... ¿Qué más queda? Abro un último cajón y veo, en el fondo, el primer delantal de jardín de infantes. Lo miro como John Travolta miraba el maletín iluminado de Pulp Fiction: la tela resplandece en su olvido. La tomo con cuidado, entierro la nariz en ella, respiro hondo, como si quisiera meterme el pasado por la nariz. Y me pregunto por qué no habrá piedra capaz de retener todo eso que mi hijo fue, y que se está desintegrando.