Almorcé quínoa con sir Peter Fonagy, psiquiatra, que dirige el programa inglés que estudia y trata la depresión en niños y jóvenes.
¿Habrá tanto estudio de la felicidad como de la depresión? Me contestó "sí". Me citó a Richard Layard, su amigo.
Conversamos sobre los pobres y la felicidad; de cómo los más ricos, en general, no alcanzaban el nivel de felicidad que se nos daba a los de nivel medio. Y que los pobres, aunque les faltaran cosas, obvio, sí podían ser felices.
El Dr. Juan Pablo Jiménez, el anfitrión, del Instituto Milenio para la investigación en depresión y personalidad (MIDAP), terció con un dato: había culturas más felices que otras: no había más que mirar las caras a la salida de un metro ruso, un pueblo grave, y compararlas con las que salen de un metro estadounidense, donde la alegría ( happiness ) es obligación.
Le pregunté a sir Peter "¿qué es lo que ha construido en su vida, como terapeuta o como académico?"
Habla al alma. Me toca con sus ojos y su sonrisa. Me conmueve. Siento que me escucha más allá de un entrevistado defensivo. No se está preguntando sobre quién soy, me está mirando, tal cual soy.
Me habla de los padres y las madres, los abuelos y las abuelas, en el escuchar desde los niños.
Me convence de que no debo jugar con mis nietos enseñándoles las reglas del ajedrez, esperaré conocer sus reglas. Estando con él o con ella desde él, desde ella.
Esto es genético, evolutivo, me dice. Los niños prehistóricos que mejor se desarrollaron fueron los hijos de padres que sabían escucharles sus mundos, que los hacía sentirse vivos, ellos mismos. Eso genera resiliencia ante los cambios. Sobrevida.
Al revés, uno puede engendrar una desconfianza epistémica, fundamental. Cuando el conocimiento dejó de transmitirse por los genes, se comunicó por el lenguaje. Y aparece la desconfianza epistémica. No todos son confiables, elijo.
Y elijo desde la confianza en mí.
Los profesores, los terapeutas, que abren esa capacidad, esa resiliencia, esa flexibilidad que permite vivir en mundos nuevos, se instalan desde el niño, desde el paciente.
Un terapeuta debe estar sentado en la punta de la silla, inclinado hacia el paciente, incómodo, buscando ver desde el mundo del paciente.
Si hay una disputa en una sala de clases, pregúntenle no a los que están peleando por una goma, sino que a los demás. Que los otros descubran, que se pongan en el lugar de quienes pelean, ellos sabrán contarlo, mejor que los protagonistas.
Crecer, más que en la simpatía que da un pésame, en la empatía, que desciende al pozo con el doliente y ve el mundo desde el doliente. Y juntos formulan los sentimientos, reflexionan y finalmente hacen.
No hay recetas. Si uno se concentra demasiado en los análisis reflexivos, ábrase a los sentimientos; si ocurre al revés, ábrase a los análisis. Es un equilibrio.
Si uno se queda en el yo, ábrase al otro. Equilibrio.
¿Y el terrorismo?
Me habla de su palabra clave, "attachment" , apego. El apego que parte entre la madre y su guagua, pero que luego crece en esa relación donde uno es vivido como uno es.
Lo que ocurre en la mentalidad del terrorista, me dice, es que el apego es hacia una ideología. Y cuando ese apego existe por sobre el apego a las personas -por muy buena que sea la ideología-, esa persona se convierte en muy peligrosa.
La felicidad surge del ser reconocido y de reconocer.