Ya supimos lo que es Argentina sin Messi o Brasil sin Neymar en la primera fecha. Equipos que no tienen genialidad, ni sorpresa, ni talento único. Que, además, no tienen estilo ni convicción para interpretar un libreto que sea ganador y gustador. El momento de mayor admiración que recuerde por Sampaoli fue cuando "corrigió un error propio" ante Brasil no porque nos estuvieran apedreando el rancho, o sufriéramos con angustia, sino que, por el contrario, sintió que su equipo no hacía daño, no era dueño de su destino, no jugaba sus cartas con intención.
Antes nos conformábamos con aquietar y controlar al rival más poderoso. Hoy queremos y tenemos que presionarlo, y eso hay que atesorarlo, porque durante mucho tiempo vivimos con el temor a flor de piel. Con anhedonia: incapacidad de disfrutar por temor a que ese momento no dure, se extinga, sea efímero. Hay una nueva generación que creció en la victoria, en el vértigo, en el protagonismo. Que no se atemoriza ante nada y que no reconoce obstáculos insalvables. Son, en su mayoría, nacidos o criados en el siglo XXI, que no se atormentan en el análisis previo o en el pronóstico. Disfrutan de los partidos y no dramatizan con los conflictos. No cargan los muertos de antaño ni viven con la angustia de que esto, al menor remezón, se acabará. No hay argumentos que los conmuevan, porque creen que será para siempre.
Y me encantaría pertenecer ahí. Pero no puedo. Y por eso, quizás, todo lo disfruto el doble.