Otro fin de semana largo y los santiaguinos emigran en estampida desde la capital. Sea cual sea el motivo del feriado, la fiesta pertinente y bienvenida pone en movimiento un desplazamiento descomunal de vehículos y personas que huyen de la ciudad como si a esta la asolara una peste negra. En una ocasión coincidió, por equivocación (suelo planificarme para que ello no ocurra), un viaje mío con alguna de estas celebraciones y me hallé apretujado en el Terminal de Buses Sur en medio, no diré de una multitud, sino, literalmente, de una masa. Era Viernes Santo. ¿Cuál es el juicio, la apreciación sincera, que sirve de fundamento a esta peregrinación al revés?
Los habitantes de Santiago (por fortuna, dejé de serlo hace cinco años) suelen realizar férreas y razonables defensas de su ciudad, esos mismos ciudadanos que a la menor oportunidad emprenden esta desesperada escapatoria. Se da en ellos, sin duda, un desajuste, a veces no elaborado conscientemente, entre el discurso y la acción, entre lo que se dice y lo que se hace. Alguna vez leí que existe un viajar por simpatía y otro por antipatía, un viaje que acerca a un lugar soñado y otro que aleja del lugar odiado, y, por cierto, una combinación de ambos (se huye de Santiago, por ejemplo, para pasar unos días en una cabaña junto a un lago). La verdad es que Santiago hace décadas dejó de ser una ciudad amable, agradable de morar, para no decir bella (¿lo fue alguna vez o es mera falsa nostalgia?), y permanecer es una imposición porque allí está el trabajo o las mejores oportunidades laborales, mayores opciones culturales, los servicios de más alta calidad. En muchas ocasiones, si se escudriña un poco más de cerca el asunto, trabajo también existe en otras ciudades, las opciones culturales se emplean tarde, mal o nunca (las nuevas tecnologías permiten de un modo nunca siquiera imaginado antes disfrutar de la cultura desde la casa o desde la calle, donde quiera que ellas estén), y los servicios también no son una maravilla, salvo para una pequeña minoría.
La "santiagofobia" de los santiaguinos, el desamor secreto que sienten por el lugar donde viven, se mide en estas "fiestas" que operan como una suerte de barómetro de aquella. Morar, que no consiste en un simple residir (la residencia bien puede ser transitoria), sino en un "de-morar", esto es, en un quedarse en un lugar por lo que el lugar mismo ofrece. Así lo hacen, me dicen, los auténticos amantes de esta ciudad -los pocos fieles que perduran-, y aseguran que Santiago brilla entonces, vaciada de las masas excesivas y sus ruidosos coches, con el encanto discreto de las grandes ciudades abandonadas.