Mi hijo se clavó la astilla un sábado. No estaba con él cuando ocurrió. Ese día me encontraba volviendo a Buenos Aires -mi ciudad- desde Quito, así que me enteré del contratiempo recién cuando llegué en la noche. No parecía grave, aunque era incómodo: la mínima pieza de madera estaba en la planta del pie. En la tarde, mi madre y mi pareja, por turnos, habían intentado retirarla, pero solo habían logrado quitar una parte. Yo corrí la misma suerte: al llegar, hice el intento y no pude. Aunque tampoco nos preocupamos demasiado. Joaquín estaba de buen humor y supusimos que el organismo naturalmente expulsaría ese cuerpo extraño.
Pero al día siguiente la astilla seguía ahí. Y siguió ahí el lunes, que es cuando mi hijo festejaba su cumpleaños. El evento era en una cancha de fútbol y Joaquín, siempre dispuesto -el buen talante es un don que sacó de su padre, no de mí- , estuvo en el arco atajando y rengueando. Esa noche, hacia el final del festejo, decidimos que al día siguiente -martes- habría que llevarlo al médico. La situación seguía siendo sencilla, pero tenía un componente de presión extraordinario: en la mañana del miércoles yo debía volver a viajar, esa vez a la provincia de Tucumán, en el norte argentino. Y la idea de irme en esos términos empezó a volverse inquietante.
El martes, luego de la escuela, lo llevé a una doctora. Supuse que un desinfectante y el material adecuado resolverían el problema en unas horas. Pero la mujer miró y nos derivó a los consultorios centrales. "Deberían verlo entre varias personas" dijo. ¿Varias personas? "Sí -insistió-, ahí está el equipo necesario". Fuimos al hospital. Joaquín hacía bromas durante el viaje. Yo pensaba en la frase "equipo necesario" y hacía otros cálculos de contingencia. En Tucumán debía presentar mi último libro (lo podía cancelar) pero también debía dar un seminario para cuarenta personas que ya habían pagado su matrícula. Podía devolver eso. También podía reponer el billete de avión que me había sacado la organización que me llevaba a Tucumán. El viaje hasta el hospital se centró en ponderar todo aquello que yo tendría que regresar. Aunque no sabía cómo reparar lo otro: los costos intangibles de cancelar un evento que había sido organizado con meses de antelación, y de decir que lo hacía porque a mi hijo debían retirarle una astilla.
Pero bueno: no era un procedimiento cualquiera. Debía hacerse con el equipo necesario, o lo que fuera que eso significara. Llegamos y, luego de una hora de espera, nos atendió una mujer muy joven que miró el pie de mi hijo y dijo que debíamos aguardar un rato más a que viniera un traumatólogo. Cuarenta minutos más tarde llegó un hombre que miró el pie y llamó a un cirujano. El cirujano vino un tiempo después y en menos de un minuto dio su veredicto: había que retirar esa astilla en un quirófano y con anestesia general. Escuché los detalles sin terminar de dar crédito a lo que estaba pasando. Había que empezar con un antibiótico y después, según cómo evolucionara la infección -pues la astilla había complicado la zona- se decidirían los pormenores de la intervención.
No recuerdo el viaje de regreso. Solo sé que Joaquín estaba de excelente humor y que yo me iba llenando de algo incontrolable. ¿Un quirófano? ¿Anestesia general? En casa levanté el teléfono, llamé a una de las organizadoras del evento en Tucumán y -aunque apenas la conocía- me largué a llorar. Había perdido la compostura. El terror a estar de viaje mientras a mi hijo le pasaba algo, se había al fin materializado en esa astilla del demonio. "Cancelamos todo. No te preocupes", dijo la organizadora. Es lo único que podía decir. Entonces sonó el timbre y apareció mi madre.
-Querida, esto no es una apendicitis: es una astilla y no es urgente, ni se sabe cuándo lo van a operar, antes tiene que tomar el antibiótico...
-¿Cancelaste el viaje mamá? -Joaquín también apareció y, por primera vez, se puso serio.
-Mamá a veces exagera todo-traté de explicar. ¿Estaba mintiendo? Todavía no lo sé.
-Entonces llamá y decí que vas a ir -dijo Joaquín.
Un rato después, llamé a Tucumán y acordé ir con la condición de poder regresar anticipadamente si la fecha de la operación se superponía con la del viaje. Aceptaron. La mañana siguiente me fui sumida en una certeza de traición que se fue aliviando conforme pasaba el día y llegaban las noticias: un nuevo médico había mirado el pie de mi hijo y había dicho que podía hacerse con anestesia local, y luego dos pediatras habían puesto el ojo y el asombro, y acaso la cordura: ¿Anestesia? Les parecía ridículo. Una de ellas intentaría hacerlo en el consultorio y con delicadeza.
Y así fue. Cinco minutos antes de la presentación del libro, el padre de mi hijo me mandó un WhatsApp con una foto: sobre una gasa blanca, una aguja de madera resplandecía de pequeñez y malicia. Eso era todo. Ahí estaban reunidos el dolor y la culpa, y todas las derivaciones académicas que hablan de mandatos, trabajo y maternidad. Esa tarde presenté mi libro y luego pude dar el seminario con el que me había comprometido meses atrás. Pero desde entonces hay algo que duele y que es inmenso. Tan inmenso como la cosa más pequeña del mundo.