Nanni Moretti tiene una particular inclinación hacia la reflexividad, esto es, a tratar sobre el propio cine y sobre la tarea del realizador. Es una tendencia que suele ser identificada con la sensibilidad postmoderna, aunque en el caso de Moretti está siempre acompañada de un cierto sentimentalismo autobiográfico, una intimidad que sugiere que hay algo personal en las perturbaciones de sus personajes. Mia madre tiene su centro en esto: la crisis del artista cuando está en juego un aspecto sustancial de su vida.
Margherita (Margherita Buy) es una directora profesional de cine que está rodando una película acerca de un conflicto laboral en una fábrica cuando su madre, Ada (Giulia Lazzarini), ex maestra de latín, va a parar al hospital por una dolencia que pasa rápidamente de leve a gravísima. Pasados los 50 años, Margherita atraviesa por una crisis creativa que en principio no tiene nada que ver con la condición de su madre: enfrenta dudas con lo que filma, termina con su pareja, lidia con una hija que no estudia lo suficiente y espera a un actor norteamericano que debe protagonizar su cinta.
La enfermedad de la madre actúa como un catalizador de esta crisis. Como no le ha ocurrido antes, Margherita duda de las certezas con que ha construido su carrera. No sabe si enfrenta sus afectos, empezando por el de su hija Livia (Beatrice Mancini), con la madurez que debería. Y cuando tiene que vérselas con la estrella que ha esperado, el actor Barry Huggins (John Turturro), vacila ante la evidente incompetencia del actor. (Es difícil saber si este no es un comentario afectuoso y mordaz de Moretti acerca de Turturro, que no parece lejos de esta descripción).
A medida que Ada se agrava, el relato se quiebra, combina realidad y sueño, se mueve entre pasado y presente, y alterna el rodaje de la película con las noticias del hospital. Aunque deja algunos momentos para la situación de otros personajes, el punto de vista ampliamente dominante es el de Margherita. De esta forma, las fracturas siguen -o traducen- la creciente perturbación de la directora, que solo encuentra algún refugio en la paralela perplejidad de su hermano Giovanni (Nanni Moretti).
Mia madre es al mismo tiempo un tributo al oficio del cine y una reflexión acerca de sus limitaciones, la manera en que la vida puede entrometerse, con su fuerza torrencial, en el trabajo de la creación artística. Aunque la imagen de la madre se impone con la generosidad que la cineasta no ha sabido identificar, el final abierto -un solo plano frontal de Margherita- deja en la ambigüedad la resolución de esta encrucijada. Es, sin embargo, la ambigüedad de la angustia, con la que Moretti se mantiene fiel a sí mismo.