Sin desmerecer ninguna de sus novelas anteriores -sobre todo
El paraíso tres veces al día y
La burla del tiempo - es probable que
No hay que mirar a los muertos sea la mejor narración que Mauricio Electorat haya escrito hasta la fecha. Compacta, densa, dotada de un estilo con múltiples recursos, pero depurado, es además, muy entretenida y tratándose de una historia compleja, como es habitual en el escritor, la seguimos como si fuera un buen thriller y la cerramos con la sensación de que no falta nada, aunque, en el fondo, falta todo, pues la malograda búsqueda de Milan Petrovic, el protagonista, es una persecución existencial en procura de una verdad tal vez imaginaria, tal vez real en medio de un mundo que se cae a pedazos.
Electorat es un escritor pesimista, desencantado -o quizá habría que decir que esos son los rasgos de sus personajes- poco dado a las soluciones fáciles y
No hay que mirar... está lejísimos de ser una excepción ante tales estados de ánimo, porque podría ser la más lúgubre de sus ficciones. Milan regresa a Santiago desde París con la ostensible finalidad de asistir a los últimos días en la vida de su padre, aunque también parece evidente que quiere reencontrarse con su hermana María, con su hermano Vladimir y con otra serie de parientes o amigos a quienes conoció durante los tiempos de la dictadura, cuyo peso, 20 años o más después del retorno a la democracia, sigue como un estigma al héroe: estuvo preso, salió en libertad gracias a un primo lejano, sus progenitores tuvieron que refugiarse en la embajada de Francia tras el golpe, en fin, sufrió la diáspora del exilio y, como muchos, lo pasó muy mal y ahora, en la cincuentena, las cosas son harto peores. El Chile que lo recibe es un lugar horrible, desvencijado, miserable, sin posibilidad de redención, aun cuando, si las escasas descripciones topográficas son convincentes de esta fealdad, todo ello no es sino el reflejo de lo que pasa en la conciencia de Milan. Y aquí está lo terrible, debido a que no hay ningún motivo para que el narrador en primera persona se sienta en paz consigo mismo. El pasado se hace presente en cada instante, las personas, en especial la madre, los primeros amores, los compañeros de colegio, se le aparecen una y otra vez en medio de su deambular por calles que hoy son un desastre; en fin, el viaje de Milan, fuera de ser un descubrimiento de hechos que habría preferido olvidar, resulta, asimismo, una empresa de autodestrucción.
Escrita en breves capítulos, basados en diálogos, sin excepción fluidos, espontáneos, inteligentes,
No hay que mirar... es, aparte de lo ya dicho, un triunfo de técnica narrativa. Las secciones más importantes, más interesantes y vívidas son los encuentros entre Milan y María, en la actualidad convertida en una dama que ejerce un oficio, digamos, poco respetable, y aquellos con Vladimir, quien, por el contrario, es un exitoso y próspero abogado. Además, claro, están los malentendidos con el padre agónico, quien lo desconoce o bien le pide que le lea poemas de Neruda, lo que se convierte en pretexto para citar a Armando Rubio -de un texto suyo proviene el nombre del volumen-, Gonzalo Rojas, Parra y otro sinfín de poetas; todo ello está compuesto con absoluta naturalidad, sin afectación y con entera justificación argumental: Davor Petrovic, el jefe de familia, solo leía versos, en tanto su esposa era únicamente aficionada a las grandes novelas. Milan, el único con propensiones literarias, salió un fabricante de relatos policiales de tercera calidad escritos en francés y ocasionalmente traducidos al español. Y tanto Vladimir como Davor los han leído y se han desternillado con ellos. A Milan, en lugar de molestarle, esto le da lo mismo, porque pasa por una fase en que todo le da lo mismo, ya que, en realidad, si no va al despeñadero, está a punto de hacerlo.
A pesar de lo dicho, y posiblemente aquí esté la gracia suprema de esta intriga tan bien contada,
No hay que mirar... se aleja del discurso panfletario, de la condena a la situación vigente o de lo que sea que hoy se critica y se vitupera sin cesar. Electorat es, desde luego, un autor dotado de una intensa preocupación política, si bien ella se desarrolla, como ocurre en las buenas manifestaciones literarias, en el alma y el cuerpo de los actores y no en la diatriba fácil o el discurso de las consignas, salvo para sacarlas a colación con el fin de mostrar la vacuidad de ellas. Así, esta narración se convierte en algo hoy por hoy muy extraño: una fábula moral y una trama sin reparos.
Escrita en breves capítulos, basados en diálogos, sin excepción fluidos, espontáneos, inteligentes, "No hay que mirar a los muertos" es, aparte de lo ya dicho, un triunfo de técnica narrativa.