Cuando yo era chica llevé durante mucho tiempo al colegio primario, envuelta en una bolsa pequeña y transparente, dentro de la cartuchera donde llevaba los lápices y las gomas de borrar, la foto de un tío. En la foto, mi tío usaba un pantalón y una camisa beige con un solo botón desprendido y estaba de pie, con las piernas abiertas en compás, sobre una superficie de tierra cuarteada bajo un cielo sin horizonte, como un paraguas hecho de piel azul. En el dorso, la foto llevaba esta inscripción: "Solo falta un amigo para que todo sea igual". Iba dirigida a mi padre.
En mi familia era una foto famosa por ser la única que mi tío había enviado desde las Bahamas, unas islas a las que nunca supe qué fue a hacer, aunque la leyenda familiar -o la leyenda apta para los niños- cuenta que allí: a) trabajó en el petróleo y b) aprendió a hablar en perfecto italiano sin acento. Los dos hechos ameritan una revisión histórica, pero ni siquiera hoy sé muy bien qué hay en ni qué hace la gente en las Bahamas y, la verdad, no quiero saberlo, porque para mí las Bahamas son una sola cosa: el sitio donde se escribió esa frase.
Crecí embelesada por el aroma fuerte de esa amistad masculina entre mi padre y mi tío, el príncipe heredero lánguido y exquisito, hijo de alemanes e italianos, y el dandy extravagante, rufián, políglota y cultísimo, hijo de un ama de casa y un almacenero árabes. Se habían conocido en el colegio y habían cultivado una amistad incondicional, noble, salvaje. Cuando mi padre tenía 17 años, y mi tío apenas un par más, se fugaron a buscar oro a Brasil. Atravesaron fronteras cargando un revólver oculto -que, durante años, mis abuelos guardaron como quien guarda los restos de un animal ya inofensivo- y llegaron -menores, clandestinos, despavoridos de hambre- a algún lugar del interior de Brasil cuando no les quedaba dinero ni para asegurarse un metro cuadrado de parcela donde buscar nada. Volvieron a la Argentina raquíticos pero no derrotados, con la ropa hecha jirones y los bolsos repletos de piedras maravillosas que mi padre todavía guarda en su biblioteca.
Crecí, decía, embelesada por el hechizo de esa amistad: de esa confianza que tenían hasta para odiarse, de esa reserva discreta con la que hablaban de sus cosas delante de los niños. Leían a Jack London y a Horacio Quiroga y a Whitman y a Rimbaud y nada les parecía imposible. Querían viajar, dejar una huella limpia de fuego de aquí a África. "Queríamos partir a la aventura": eso decían. De todas las palabras a las que el uso desgasta y rompe y vacía de sentido, "aventura" es una palabra ante la que todavía me arrodillo. Ponerse en riesgo sin finalidad, sin objetivo, correr mundo solo para ver qué pasa: eso es un arte.
Para cuando mi padre se casó, mi tío seguía con sus sueños de expedicionario y estaba en Bahamas y, desde Bahamas, mandó esa foto que era un grito de amistad, un alarido, un canto que decía: "No te olvides". Yo la descubrí alguna vez. No sé dónde, no sé cómo. Pero percibí -o quizá me dijeron- que era importante. Rogué que me dejaran llevarla al colegio el día de un examen para sentirme más segura. Mi madre la envolvió en una bolsita de nylon de unas medias marca Ciudadela y me la dio bajo promesa de cuidarla. Yo era una niña responsable y la cuidé. Empecé a llevarla por temporadas, a veces muy seguido, a veces no. Cuando las cosas iban mal -las cosas, antes o después, siempre van mal cuando uno tiene 8, 9, 12 años-, yo miraba la foto y leía esa frase -"Solo falta un amigo para que todo sea igual"-, y bajo el peso de la melancolía y la complicidad que había allí encerradas sentía una ráfaga de esperanza, como si se me llenara de aire el corazón. En las largas horas del colegio, cuando la mole del edificio emanaba gris hasta las muelas, cuando la lluvia calcinante del invierno impedía que saliéramos al patio y los pasillos se llenaban de niños chillones, duros, frenéticos, refractarios a toda la poesía, entregados a esa euforia maníaca con la misma resignación con la que un viejo mira las arrugas de su saco de lana, yo abría mi cartuchera y miraba la foto. Y, entonces, el mundo desaparecía y yo me sentía salvada por una certeza sobrenatural y veía un futuro majestuoso, repleto de amigos como fábricas de acero, de viajes: de aventura. Levitaba, sola y oculta dentro de mí, en una corriente de fuerza que venía desde más allá de todas las fuerzas y pensaba: "No me voy a olvidar, no me voy a olvidar", mientras la foto gritaba cosas del mundo y de los hombres que yo aún no tenía forma de entender.
Después crecí y olvidé la foto y, a decir verdad, no sé siquiera dónde está ni quién la tiene. Y sin embargo, de infinitas formas, esa foto me salvó la vida.