Hace casi dos décadas que dirijo unos talleres de lectura de poesía, en los que busco, antes que nada, que el poema se reencuentre con el lector para que este acceda a la experiencia de la belleza, la única que según Dostoievski podrá salvar al mundo. ¡Y cuánta belleza y poesía necesitamos hoy! Pero la poesía se enseña tan mal en los colegios, negándoles así a muchos el contacto con lo que Kazantzakis llamó el "sagrado sentir de lo Poético". Por eso, no me gusta hablar de clases de poesía, prefiero decir que se trata de un "viaje a la palabra".
Jesús Chavarri, un arquitecto exitoso, llegó un día a mi taller con mucha humildad, a escuchar, a aprender, a conectarse con esa poesía que tan lejana le parece a la mayoría, aunque en realidad está dentro de nosotros sin que lo sepamos. Terminado el taller, no supe más de él, hasta que volvió tiempo después a darme una sorpresa. Traía en sus manos un libro de poesía, pero no de los grandes poetas que solemos leer en los talleres, sino escrito por él mismo. Me lo pasó tembloroso y emocionado. Advertí que el párkinson estaba haciendo estragos en su cuerpo, aunque la fuerza de su mirada y el entusiasmo permanecían intactos. Jesús había descubierto, tarde, a sus cincuenta y tantos años, que había un poeta dentro de él, un poeta que quería hablar, cantar, decir.
Leí sus poemas y me sorprendieron su fuerza, lo rotundo de sus versos de principiante, como piedra viva aún por pulir, pero viva.
¿No somos todos de alguna manera, y sobre todo en poesía, y desde luego en la vida, siempre principiantes? El párkinson, enfermedad difícil, había empujado a Jesús a quemar todas las naves, a reducir su oficina de arquitectura y a concentrarse en lo único que anhelaba: escribir. Tiempo después le descubrieron -además- un cáncer muy agresivo al cerebro. Me dijo: "Cuando supe lo del párkinson, pensé que era lo peor que me podía pasar, pero lo peor estaba por venir. Después supe lo del cáncer. Por eso, ahora nunca digo 'esto es lo peor que me ha ocurrido', ahora me concentro en vivir cada minuto". Su máxima alegría consistía en esperar el amanecer, ver aparecer el sol, para levantarse a escribir un poema, al menos, por día. Ese ritual era una manera de despedirse, pero también un ritual de acogida a esa visitante a la que tantas veces le cerramos la puerta: nuestra propia alma. Jesús hizo lo que había que hacer, pero no como un condenado a muerte, sino con la energía y el coraje del que aprende tarde, pero aprende, que la vida es salto, arrojarse al fondo de nosotros mismos, de nuestra verdad más íntima. Al verlo escribir con ese gozo con que los niños dibujan y llenan una hoja en blanco, me pregunté a mí mismo: "¿Y tú, cuántos poemas le estás devolviendo a la vida todos los días, por qué tanta parálisis, tanto miedo, tanto control?" Entonces entendí que Jesús, mi alumno, me estaba enseñando que la poesía o el arte tienen que brotar de una necesidad tan urgente como la de respirar. Jesús Chavarri se había convertido así en mi profesor al verdadero "viaje a la palabra". En un combate de su voluntad con su cuerpo cansado que se preparaba ya para abdicar, derrochó en sus últimos días una energía colosal, agónica, unamuniana y quijotesca, tan española como la sangre que corría por sus venas. Hace unos días recibí la noticia de la muerte de Jesús, poeta tardío, que le entregó a su gran amante, la poesía, todo, sin cálculos ni tibiezas. Recordé entonces que en mis clases siempre leo un poema de Blas de Otero que dice: "si he perdido la vida/ el tiempo, todo lo que era mío y resultó ser nada/ si he perdido la voz en la maleza/ me queda la palabra".
Entendí que esos versos habían encarnado en Jesús Chavarri. Porque la palabra habita entre nosotros, sin que nos demos cuenta, porque todos somos la palabra, la poesía de todos los días con la que Jesús esperaba ansiosamente encontrarse cada mañana -como quien se encuentra con su verdadero rostro- a la salida del sol.