Los últimos tres Presidentes de la República ganaron presentándose como la encarnación del cambio. Michelle Bachelet, en 2005, como la primera mujer en condiciones de ganar la primera magistratura. A esto le sumó no provenir de la élite de la Concertación. Lo decía en el preámbulo de su programa: "Yo no fui criada para el poder ni nunca hice nada para obtenerlo. No pertenezco a la élite tradicional. (...) Mi candidatura surgió espontáneamente del apoyo de los ciudadanos. No surgió de una negociación a puertas cerradas ni de un cónclave partidista". Como se aprecia, ella ganó la primera vez no irguiéndose como continuadora de su predecesor, Ricardo Lagos, sino en ruptura con este.
Eduardo Frei se presentó como continuador de Bachelet, y perdió. Ganó nuevamente el cambio -esta vez el "desalojo"-, encarnado en Enríquez-Ominami y Sebastián Piñera. El gobierno de este último estuvo bien, pero obviamente no cumplió lo que había prometido: "una segunda transición (...) que transformará al país de hoy en un Chile desarrollado y sin pobreza". Para la gente la vida siguió básicamente igual -como tiene que ser-; pero se sintió engañada, salió a las calles como no lo había hecho desde la dictadura, y en las elecciones de 2013 castigó con brutal severidad a la derecha.
En 2013 Bachelet regresó nuevamente atizando la bandera del cambio. Pero elevó la apuesta. Piñera le había pavimentado el camino: si él trató con un cambio por la derecha, ella ensayaría por la izquierda. Volvía no para hacer esas reformas tibias y gradualistas propias de la Concertación, sino para hacer "reformas estructurales" y en forma simultánea. Volvía no para hacer más de lo que había hecho antes, sino para avanzar sin tapujos hacia un "nuevo modelo de desarrollo". Volvía no para gobernar con la Concertación, sino con una nueva coalición que incluyera al Partido Comunista. Volvía, en fin, no para ser cooptada por la vieja élite política -como sentía le ocurrió la vez anterior-, sino para rodearse de rostros jóvenes comprometidos con el cambio.
El cambio, esta vez, no sería bloqueado por "los "poderosos de siempre" ni tampoco escamoteado por "los negociadores de siempre". Con este espíritu partió el nuevo gobierno en marzo de 2014. A los tres meses, sin embargo, su respaldo comenzó a declinar abruptamente. Esto obedeció a dos motivos: a la desaceleración económica, que la población imputó íntegramente al gobierno, específicamente a la reforma tributaria; y a la intervención en la educación particular subvencionada, que fue percibida como una amenaza a las aspiraciones de movilidad social de los grupos medios, quienes la asocian con el acceso a proveedores privados y mecanismos de mercado.
El éxtasis reformista hizo que pocos en el oficialismo prestaran atención a lo que estaba pasando. Es más: aprovechando su mayoría parlamentaria y la debacle de la derecha por el caso Penta, el Gobierno siguió adelante con su agenda. Pero la magia ya había desaparecido. De objeto de deseo, el cambio y las reformas pasaron a ser objeto de temor y de rechazo. Esto pulverizó el relato de la Presidenta Bachelet y de su gobierno. Después se apareció Caval.
Los últimos Presidentes han sido elegidos apelando a ambiciosas promesas de cambio, que obviamente -y en buena hora- no pueden cumplir. Esto ha producido, a corto andar, la frustración y el desengaño de la ciudadanía, que les ha dado la espalda a los pocos meses de iniciar sus mandatos. El cambio parece que es como la mentira: tiene patas cortas. Bachelet en 2010 no pudo entregar la banda presidencial a un sucesor; tampoco Piñera; ahora bien podría ocurrir nuevamente. ¿La moraleja?: ojo con el cambio, porque este se vuelve en contra de quienes abusan de su encanto.