Eran pareja; rondaban los setenta años. Habían llegado a sus asientos cuando ya todo el pasaje estaba acomodado en el avión, y lo habían hecho de un modo urgente y fuera de sí. Parecían venir de algún apuro. Metieron sus bolsos con torpeza en distintos compartimentos y todos los miramos sumidos en un silencio mezquino: a ver si ese par de viejos nos aplastaba un bolso. Tomaron asiento y empezaron a cuchichear. Se movían demasiado, amagaban con pararse. La tensión seguía en aumento hasta que el hombre, con el avión avanzando lentamente hacia la pista de despegue, se puso de pie y empezó a abrir los compartimentos mientras balbuceaba algo. Intentó sacar una bolsa de un tirón, pero el peso del bulto era excesivo para sus brazos flacos. El bulto se estrelló contra el piso. Sobre el pasillo del avión había papeles, estuches de anteojos y sobres con discos compactos adentro. Una azafata se acercó. ¿Qué ocurre?, preguntó. El hombre no respondió, estaba agachado intentando acomodar el lío. "Mi marido rodó por las escaleras", dijo entonces la mujer. "Por eso nos atrasamos. Se tropezó y cayó. Creo que ahí perdimos los pasaportes".
La azafata sonrió como una madre que quiere convencer a un niño de tomar su jarabe, y respondió que afortunadamente ya habían pasado migraciones, por ende los pasaportes no eran tan importantes. En resumen: la cretina solo quería despegar. Pero los viejos no querían hacerlo, o al menos no en esas condiciones. "Los pasaportes", repetía el hombre. Siguió revolviendo entre las bolsas hasta que giró completamente sobre sí mismo y vi su espalda: había una mancha roja a la altura del omóplato izquierdo. Era la herida por el golpe. Pero era, antes que nada, un relámpago de realidad. De repente los documentos, el avión, la azafata, ese temor pequeño a salir tarde o que nos tocaran los bolsos: todo se volvió negro y dejó expuesto, en su fluorescencia maligna, un cuerpo vulnerado y menguante.
"A ver, tranquilícense, ¿no los habrán guardado en otra parte?", insistió la azafata con su voz de cuna. La mujer dijo que no, que los pasaportes solo podían estar en el sobre azul de los pasaportes. Y el hombre no dijo ni eso: se agarraba el poco cabello con las manos, parecía buscar un último sostén en su propia cabeza. ¿Irían a visitar a los hijos? ¿Sería esa la última luna de miel? ¿Cuántas eran las razones por las que una pareja de viejos salía a recorrer el mundo? ¿Qué era lo que se estaba muriendo ahí, delante nuestro, mientras el resto de los pasajeros tamborileaba dedos y miraba los relojes con flojera?
Les imaginé un pasado. Se habían conocido en segundas nupcias, con al menos un fracaso a cuestas y un deseo fulminante de no volver a fallar. No habían tenido hijos en común pero habían sabido amar a los hijos del otro. Habían vivido separados para cuidar el amor, hasta que a los sesenta años habían comprado un departamento a medias, pero con dos dormitorios. Para cuidar el amor. Habían conocido juntos los primeros achaques del cuerpo: picos de colesterol, artrosis, algún tema de glucemia; cimbronazos múltiples que iban dejando su huella en las mesas de luz, cada vez más llenas de cajas. Habían aprendido a etiquetar los remedios para no meterse en la nariz -como ya había pasado- el antiácido estomacal. Jamás habían dejado de reírse de esas cosas. Nunca habían abandonado las bromas cochinas. Y sabían que el amor se sostenía sobre tres pilares: el humor, el respeto por los espacios personales y la posibilidad de viajar.
"Tenemos que bajarnos", dijo la mujer a su compañero, y se puso de pie. El hombre sudaba y respiraba de un modo sonoro y la mancha roja, viva, se iba desvaneciendo en aureolas acuosas en su espalda. Recordé ese poema de Elizabeth Bishop: "Pierde algo cada día. Acepta la angustia/de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano/El arte de perder se domina fácilmente./ Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:/ lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar./Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre". ¿Era, entonces, hora de dejarse ir? Fue en el medio de esa duda cuando vi, a un metro de mis pies, bajo una almohadilla blanca tirada en el piso, una libreta azul. Me estiré hasta alcanzarla, la abrí y la levanté en señal de victoria. "¡Acá están los pasaportes!", grité. Pero los viejos no compartieron el entusiasmo: tomaron los papeles con el gesto de un notario, le sonrieron a la azafata y se sentaron sin siquiera dar las gracias. Así que no es por ellos que escribo esta historia, no. La escribo por mí.