Partitura , última obra de Francisco Casas, es posible leerla en varios niveles y es dable entenderla como muchas cosas distintas, si es que uno se deja llevar por la que es una prosa cautivante, hipnótica, con vuelo lírico, aunque para otros pueda resultar difícil y hasta cargante. Se han dado muchas definiciones de lo que es una novela y Partitura difícilmente podría catalogarse como tal: carece de argumento, no hay incidentes ni una mínima progresión dramática, en fin, estamos frente a un relato sin relato, de modo que debemos desentrañar los significados del texto a partir de otros elementos, como el mito, las repeticiones salmódicas de ciertas situaciones, el sentido o sinsentido subyacente a las curiosas circunstancias que Casas va planteando.
El atractivo de Partitura reside principalmente en la forma con la que Casas presenta un cuadro atemporal, onírico, febril que va evolucionando, tal como el título lo sugiere, según pautas musicales. Así, esta construcción literaria, en lugar de dividirse en capítulos, se encuentra fraccionada en dos grandes movimientos, los cuales, a su vez, se subdividen según una terminología que parece provenir más de la era barroca que del clasicismo vienés. De este modo, cada breve sección, en vez de contener los tradicionales adagios, allegros, andantes, scherzos de, digamos, una sinfonía de Beethoven o una sonata de Mozart, va precedida por términos más arcaicos, entre ellos, fermata, rubato, da capo, cesura y varios más, cada vez explicando el autor de qué se trata tal o cual denominación. El procedimiento es útil y nada de pedante, porque sirve para que el lector sepa, por ejemplo, si está retomando un tema anterior o se está internando en algo nuevo. Y Casas revela gustos bastante exquisitos, o quizás habría que decir exigentes, al menos si nos atenemos a las reiteradas menciones de dos compositores contemporáneos, John Cage y Olivier Messiaen, que abiertamente no son muy populares dentro del repertorio habitual ni entre el público melómano.
Si Partitura no posee una trama convencional, tampoco entrega personajes con mínimos atributos individuales, ya que quedan en la memoria dos mujeres, Cósima y Roma, y dos hombres, Sebastián y Max, cuyas identidades en numerosos pasajes se confunden hasta el punto de lo intercambiable. O bien tenemos a caracteres genéricos, tales como el empresario, la anticuaria, la poetisa, el psiquiatra, la escritora, quienes, junto a los anteriores, participan en un juego de quita y pone, de entrar y salir, de hablar o guardar silencio, de forma que esta ficción, más allá de sus connotaciones armónicas o melódicas, semeja una lúgubre coreografía compuesta por insólitas ceremonias.
Estas ceremonias, estos rituales, estos espectrales entrecruzamientos nos remiten a un pasado remoto y legendario, sobre todo de carácter mapuche o a acontecimientos actuales, si bien arraigados en una época extinta, de la que quedan fantasmas que subsisten en el indefinible presente. Hubo un incendio de proporciones devastadoras, una epidemia de cólera, tifoidea, difteria, quizás algo parecido a una guerra y los antepasados, junto a los sobrevivientes, se dedicaron a momificar los cadáveres, ocultarlos a cal y canto, guardar partes de sus cuerpos, usar determinados ropajes y adornos que portaban y llevar a cabo un conjunto de extrañas prácticas necrofílicas. Una casona del barrio Brasil, otrora modelo de esplendor arquitectónico, está hoy repartida en varios departamentos donde Roma, Sebastián y los demás dan fiestas, recepciones y organizan toda clase de eventos imprecisables. La mansión se halla cubierta por un gomero, en abierta alusión al cuento "El árbol", de María Luisa Bombal. O la acción se traslada al sector alto de la capital, sin especificarse cuál es, a un balneario costero, tampoco reconocido, al extranjero -Londres, Nápoles-, en síntesis, a cualquier parte donde se le ocurra trasladarnos a la delirante y fructífera imaginación de Casas.
En última instancia, quizá Partitura podría leerse como una retorcida metáfora de la muerte, la muerte en vida y sus secuelas de enfermedades, transformaciones físicas en las personas, decadencia del entorno inmediato, pero también como un himno dislocado de la vitalidad, de la energía y el invencible desplante de seres humanos que viven por y para el arte, de cualquier clase que sea, siempre que se trate de algo improductivo, algo que no encaja dentro del modelo ético y estético imperante. En ese sentido, Casas ha escrito uno de sus mejores libros.