Leo una estadística que asegura que la alegría del pueblo chileno por haber ganado la Copa América no va a durar para siempre. Es raro que alguien se haya tomado el trabajo de medir lo obvio. Una frase como "El pueblo necesita una alegría" no es más que una frase vacua. Por suerte. Porque la idea de que un triunfo deportivo sea capaz de transportar a un pueblo a un destino superior es, al menos para mí, temible. Pero no me hagan caso; soy mal referente. Mi padre, mis hermanos, mi pareja, el noventa por ciento de mis amigos y yo no sabemos nada de fútbol. No es un orgullo: es un hecho. Solo miro los mundiales cuando juega Argentina y entonces me pongo nerviosa de una manera tan deliciosamente infantil que me digo que sería magnífico sentir eso cada semana: tener la expectativa de que algo verdaderamente grande va a pasar (aunque después no pase nada). Este año fui a Santiago para presentar un libro. Me avisaron que la presentación tenía que ser el 10 y no el 11 de junio, porque ese día empezaba la Copa América. Supuse que sería un campeonato entre clubes importantes. Días después di una charla en Buenos Aires y, al terminar, los organizadores dijeron: "Ya empezó el partido". Pregunté: "¿Qué partido?". Ellos: "El de la Copa América". Yo: "¿Quién juega?". Ellos: "Argentina". En ese momento entendí que no se trataba de un torneo entre clubes sino entre selecciones, y me fui a mirarlo a casa porque me pareció que era una buena ocasión para reeditar los nervios de cada Mundial. Como queda claro, no sé nada de fútbol. Por eso cuando miro un partido deposito mi confianza en los relatores y los periodistas que sí saben. Y ahí es donde empiezan mis problemas. Porque el relato del fútbol es, en su mayoría y al menos en mi país, un terreno ciclotímico en el que el héroe de ayer es el imbécil de mañana, el eximio jugador del miércoles es la marsopa infradotada del sábado, el equipo que era una máquina perfecta en el primer tiempo se arrastra por el campo sin organización 15 minutos después. No es que yo lo vea así (yo no lo veo de ninguna manera: no lo sé ver), sino que así es como (me) lo cuentan los que, al parecer, saben. "¡Esta es la Argentina que queremos ver!", decía el relator de los partidos de esta Copa América para, 20 minutos más tarde, suspirar: "Como siempre, Argentina no encuentra el partido". La performance deslucida contra Uruguay y Colombia mutó en desempeño glorioso en el partido con Paraguay, pero, cuando el equipo perdió ante Chile, fue la catástrofe: Messi -al que todos adoraban la semana anterior- se transformó en un jugador soso, sus compañeros en egoístas y el técnico en traidor. En 2014, cuando Argentina perdió la copa del mundo en Brasil ante Alemania, estos mismos jugadores fueron recibidos como héroes: yo me acuerdo. Y ahí es donde empiezan mis problemas: la bipolaridad impune con que se narra el fútbol -y cualquier otra cosa- me produce un rechazo infinito. El relato esquizoide y acomodaticio según el cual lo que hoy es fantástico mañana es deplorable me llena de alarma. Cualquier reescritura del pasado es un síntoma peligroso, entre otras cosas porque está basada en una certeza perversa: que la gente no recordará lo que hicimos ayer y que, por tanto, no podrá cotejar. Cuando Jorge Bergoglio no era el Papa Francisco, sino el arzobispo de Buenos Aires, el presidente Néstor Kirchner veía en él a un opositor. En dos ocasiones, durante un tradicional Te Deum que se celebra el 25 de mayo en la catedral, Bergoglio hizo, desde el púlpito, referencias críticas a su gobierno y Kirchner dejó de asistir a la ceremonia. Su sucesora, la presidenta Cristina Kirchner, continuó con esa tradición de ausencias y mantuvo con Bergoglio un vínculo distante, con momentos de alta tensión como cuando el arzobispo dijo, en el Te Deum de 2010, "la Patria (...) merece un clima social y espiritual distinto al que estamos viviendo que nos permitan superar el estado de permanente confrontación". Al mutar Bergoglio en Papa, diarios críticos del gobierno como La Nación y Clarín publicaron artículos entusiastas y titularon "Una nueva era para la Iglesia". Página 12, cercano al gobierno, eligió en cambio hablar de la actuación de Bergoglio durante la dictadura militar y recordó el caso de dos sacerdotes jesuitas que trabajaban en barriadas pobres y a quienes su orden les retiró la protección. Pero el tiempo pasa. Página 12 no ha vuelto a mencionar el episodio jesuítico (habla, en cambio, del "aprecio mutuo" que ha surgido entre Francisco y la Presidenta), y los medios críticos del gobierno, que llenaban sus portadas con los "gestos de humildad" del Papa, ahora, sobre todo después de su gira latinoamericana, publican artículos como uno titulado "Un Papa propenso a abrazar las raíces del populismo latinoamericano", donde se lee: "¿Habrá entendido la Iglesia el drama del populismo, el grado de destrucción institucional, de descalabro económico, de división social e ideológica causados en nombre del monopolio sobre 'lo popular'? ¿O repetirá el error pensando que ha sido un éxito?". A lo mejor mi problema es que tengo memoria. Me acuerdo del Y2K. Me acuerdo de cuando Nueva York era una ciudad peligrosa. Me acuerdo de cuando el presidente Kirchner dijo, en alusión solapada a quien entonces era visto como un rival, "Dios es de todos, pero (...) el diablo también llega a todos lados: a los que usamos pantalones y a los que usan sotana". Me acuerdo de cuando el arzobispo Bergoglio se opuso a la aprobación de la ley de matrimonio igualitario en la Argentina diciendo: "No se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva al plan de Dios". Y me acuerdo del significado de la palabra "veleta". Una veleta indica la dirección del viento. Pero en la jerga de mi país también se llama así a la gente voluble. Cuando yo era chica, que a uno le dijeran "veleta" era el más humillante de los agravios. No había nada peor.