Reconozco la revolución que Marcelo Bielsa provocó en el fútbol chileno. Y la enorme influencia que tuvo José Sulantay en la gestación de este grupo. Pero yo seré siempre viuda de Sampaoli. Lo dije en este mismo espacio el 8 de septiembre de 2013 y lo repito ahora, cuando el inevitable momento de la pérdida me parece cada vez más cercano.
Primero una sentencia. Sampaoli fue la gran figura de la final. Incluso más que Gary Medel, más que Marcelo Díaz y más que Charles Aránguiz. Más que Claudio Bravo. Y es que para ganar ese partido se requería de una planificación certera y una ejecución óptima, con un dibujo inédito, audaz, arriesgado e impredecible. Suponía el ingreso de Silva (el último de los llamados), el cambio de perfil de Medel y una doble función para Díaz. Los tres le respondieron más allá de las expectativas.
El diseño defensivo de Chile fue tan riguroso y eficiente que anuló a Messi, Agüero, Di María y Pastore. Sin atenuantes ni excusas, porque fue más efectivo y ambicioso que el de Martino, y estuvo más cerca de ganar en los 120 minutos de juego, con la sola excepción del contragolpe que desperdició Higuaín, que otra vez llegó tarde a su cita con la gloria.
Este equipo fue campeón pese a ser el más bajo de estatura del certamen; al dolor que le provocaba cada pelota detenida; a jugar sin un referente de área y a no mostrar casi ninguna renovación desde el Mundial hasta ahora. Levantó la Copa América pese a que en los amistosos previos no tuvo gol, y que el cambio de estrategia quedó relegado casi al inicio del torneo, por petición de los propios jugadores. O sea, logró el éxito cuando la lógica futbolística le jugaba en contra, con argumentos más que razonables.
Yo soy sampaolista, y cuando llegue el momento, como toda viuda, asumiré hasta sus tropiezos, como lo hacen los bielsistas, aunque no renunciaré a la crítica. El perdonazo a Vidal, los cambios constantes en las políticas disciplinarias, la falta de condena al dedo invasor de Gonzalo Jara, su exagerada pasión al borde de la cancha, su obsesión sin límites por el secretismo y su fracaso para controlar las filtraciones. Pese al estado policial que impuso, todo el mundo sabía cómo iba a jugar Chile mucho antes de que el equipo saltara a la cancha.
Sampaoli perfeccionó para Chile el esquema de Bielsa. Gracias a eso el país festejó eufórico (festejamos). Y en la suma de títulos, tiene dos de los tres en el nivel continental. Pero en su discurso pospartido comenzó a sembrar la ideología del adiós. Culpó del desgaste al periodismo -en otro desliz que se debe dejar pasar-, pero entiendo que el duro tránsito de esta Copa (en la cancha y, sobre todo, fuera de ella) puede haber comenzado a pasarle la cuenta, con el grupo que encabeza y con la opinión pública. Querrá dirigir en medios más competitivos, buscar nuevas metas, mejores perspectivas y está en todo su derecho.
No hay ningún dato cierto, ninguna fisura en el discurso actual, pero será un hecho de la causa. La continuidad del seleccionador debería ser tema nuevamente, y habrá que ir preparando el velo negro, por si las moscas. Porque no creo, como no creí antes, que todo esto se derrumbe por una sola persona. Por muy Sampaoli que sea.