Estoy en Montevideo. Vine a trabajar y paro en un departamento que mi abuela tiene en el barrio de Pocitos, a quince minutos del centro de la ciudad. El lugar está vacío -nadie vive acá- pero equipado como si fuera un espacio habitado. Hay latas y cajas de comida en la despensa, hay vajilla reluciente y completa, hay ropa de cama y hay prendas de mi abuela colgadas en los placares. Tal vez por eso, cuando salgo de bañarme quedo sorprendida al no encontrar un secador para el pelo. Eso es imposible en el mundo equipado de mi abuela, así que empiezo a buscar en cajoneras y roperos. En esas estoy, revolviendo de un modo indiscriminado, cuando abro una gaveta que no había tocado en ninguno de los viajes anteriores. Adentro hay un disco de playa de plástico azul, un juego de paletas, una pelota de tenis, una Batalla Naval, un ajedrez y una caja de madera con piedras de colores levantadas de la arena. Son los juegos que usé durante una parte de mi primera infancia, cuando pasaba veranos enteros en esta ciudad.
Esos fueron años raros, que quedaron gravitando en un silencio que acaba de romperse. Para ese entonces, mi padre estaba exiliado en España y, al no poder venir a verme a la Argentina por razones de seguridad, bajaba hasta Uruguay y se encontraba conmigo en Montevideo. Eran, supongo, veranos artificiales y angustiantes en los que intentábamos sostener una relación sin posibilidad alguna de naturalidad. Nos mirábamos durante días como si fuéramos reliquias de afecto. Cumplíamos con nuestros roles de padre y de hija sin saber -él con veintipocos años, yo con cinco, seis, siete- en qué consistía realmente una relación filial. Y hacíamos lo único que éramos capaces de hacer: jugar al disco en la playa, a la paleta, a la Batalla Naval, al ajedrez.
Miro cada uno de esos objetos y empiezo a sacarlos de a poco. Abro la Batalla Naval. La caja está escrita con mi letra y no entiendo bien qué dice, aunque da la sensación de que me estoy quejando por escrito porque no se entienden las reglas. Tomo los pitutos de plástico y los calzo en la grilla de metal. En ese acto desaparece la categoría del tiempo y vuelvo a ser la que fui, y no queda claro cuál de las dos -la adulta o la niña- es un fantasma de la otra. "Cosas que me pasaron durante la infancia, me están sucediendo recién ahora" dice el poeta Arnaldo Calveyra y tal vez se trate de eso: de la infancia saliendo de los objetos y volviendo a mí.
Tal es el poder del mundo tangible. Pienso en eso frente a los juegos recién encontrados y ahora distribuidos sobre el acolchado de una cama, y también en relación a un episodio que ocurrió días atrás. Antes de viajar, estaba con mi hijo haciendo una tarea para la escuela. La maestra había pedido que cada alumno eligiera algunos objetos significativos de la propia historia y explicara por escrito las razones por las que tenían tal entidad. En casa empezamos a buscar, y no fue fácil. Siempre tuve la política de hacer circular la ropa y los juguetes que ya no se usaban -siempre mostré cierto desprecio por las cosas- y vi que mi hijo, que ya estaba en edad de empezar a construir una memoria biográfica, no tenía elementos que lo ayudaran a recordar. Por el contrario, me tenía a mí a su lado, revisando cajas de juguetes y aprovechando la oportunidad para que se deshiciera de más objetos a los que no les estaba dando uso.
-El Power Ranger, Joaquín... Hace años que no jugás con esto, podés regalarlo -dije en relación a un muñeco de guata. Tengo la manía de pensar que todo va a llenarse de ácaros.
-No quiero regalar nada -dijo Joaco, y lo agarró con fuerza y puso una voz especialmente dramática: -Son mis recuerdos.
Luego rió, pero lo cierto es que me estaba poniendo de cara a una verdad que recién ahora, en Montevideo, puedo entender: hay todo un caudal de tiempo encerrado en las cosas. Hay que acompañar a nuestros hijos en su celo por los objetos. Y hay que hacerlo porque en ellos está nuestro cuerpo invisible: aquello que fuimos, esto que somos, y todo lo que quisimos -y pudimos, y no pudimos- ser.