Es una maravilla que la Casa de los 10 haya sobrevivido a terremotos, incendios e intentos de demolición, en pleno centro de Santiago. Entrar es no solo retroceder en el tiempo, en el silencio y la belleza de una casona chilena de esas de adobe y patios, sino empaparse de la nobleza, la energía poética y la capacidad de soñar de una generación de brillantes mentes santiaguinas como ya no habrá más. La casa fue construida en la década de 1840 y comprada en 1924 para servir de sede al Grupo de los Diez, una hermandad de pintores, escultores, arquitectos, músicos y poetas, todos unidos en la consolidación de una cultura que pudiera reconocerse como genuinamente chilena. La remodelación de la casa fue obra de ellos mismos, incluyendo los intrincados capiteles románicos de las columnas del patio principal, alegorías de los integrantes del grupo, y el enorme pórtico de piedra del cerro San Cristóbal, obras de Alberto Ried; los portones de cedro labrados por Julio Ortiz de Zárate; artesonados, escaleras, chimeneas y la fantástica torre-mirador de los arquitectos Rodolfo Brünning y Julio Bertrand, llamada "El Faro del Espíritu", que todavía comanda impasible sobre el horizonte de la ciudad. En esta casa habitó por un momento el alma moderna de Chile, encarnada en un magnífico grupo de amigos, y por eso emociona recorrerla, husmearla, conocerla.
El grupo de los "hermanos decimales" tuvo una existencia fugaz e imperecedera. Más tarde la casa fue comprada por Alfredo García Burr, arquitecto y gran coleccionista de arte, quien vivió en ella junto a su familia hasta su muerte, en los años 80. La magnífica colección de muebles, pintura, menaje y objetos fue rematada en 1999, dispersándose así un tesoro que debió haberse alojado en nuestros museos. Tuve la oportunidad de asistir a ese remate, más bien por la curiosidad de conocer el mítico lugar, pero no olvido la impresión que me causó ver compradores extranjeros que habían volado a Chile solo para llevarse espléndidas armaduras Samurái del siglo XVIII, platería colonial, pintura flamenca y veneciana, muebles victorianos de caoba.
Esta vez, en mi segunda visita, trepo temerario, y con la ayuda de un nieto de García Burr, hasta lo más alto del Faro del Espíritu, donde anidan las palomas y veo cómo la ciudad estrecha su abrazo moderno, árido, casi mortal, sobre la casa. Hoy vacía, resiste todos los embates posibles -incluido el más abyecto abandono del Estado- gracias al compromiso profundo de esta familia para con la historia de Chile. No la dejarán partir, al menos no sin saber que quedará en buenas manos. Esperan darle forma a una fundación que haga vibrar el recuerdo de sus jóvenes y atrevidos fundadores. Hoy, Día del Patrimonio, les agradezco y ruego por su éxito.