La última película de Pablo Larraín, que fue premiada en el Festival de Berlín, está impregnada con un poderoso acento latinoamericano.
Es una energía gris y volcánica, es la tierra que de pronto tiembla, son los terribles pecados y es la sombra de una maldición.
Y se trata, en último término, de su propia rabia.
En una casa de playa y por un cerro, viven cuatro sacerdotes y una joven religiosa (Antonia Zegers) que los sirve, cuida, limpia y protege.
Vidal (Alfredo Castro) parece más decidido que el resto, al menos se aventura por la playa, camina solo y entrena a un galgo.
Ramírez (Alejandro Sieveking) es tan viejo e inmemorial que antes que el pecado se nombrara, él ya lo había cometido.
Silva (Jaime Vadell) fue capellán militar en una época de órdenes irrestrictas y de gente desaparecida, donde brillaba la obediencia debida: eso era.
Castro (Alejandro Goic) bebe en demasía y se podría ahogar en alcohol, si lo dejaran.
Es un mundo tremebundo de faltas inconfesables y secretos inenarrables, y estos hombres, pese a todo, se cobijan en la rutina de comidas, cantos y rezos.
Las carreras de galgos, además, les pueden proporcionar dinero extra y cierta entretención.
Y la televisión es antigua y roñosa, pero como lo que ven son realities, no hay ningún problema.
En esa casa de retiro que les proporciona la Iglesia Católica han logrado convivir con la sombra de su temible pasado, y para decirlo con una expresión de moda: esos curas son la mejor prueba de que las instituciones funcionan.
Hasta que un día llega un nuevo inquilino y la erupción y la lava: el cura Martín Lazcano (José Soza), barbón, nervioso y además mentiroso.
Quizás un poco como eran ellos, antes del retiro, la protección y el reposo.
Pablo Larraín filma con precisión extrema y persigue los primeros planos, con ese aire viciado de la intimidad y la confesión.
Al mismo tiempo filma en el exterior de la casa a Sandokán (Roberto Farías), una víctima y ahora un ángel caído que no lanza las imprecaciones y truenos desde el cielo, sino desde abajo, y vienen con el gusano de la sucia tierra.
Su lenguaje es popular y de galería, es el alarido desgarrador de los sin voz, son palabras blasfemas y fecales y es un grito soez y escatológico.
Esta es una América Latina profunda y maldita y acá no hay nada parecido al desarrollo o a la urbe o al país del siglo XXI. No hay postmodernidad ni vainas ni transición.
Chile se revela como un país primitivo, atrasado e injusto.
Un lugar donde la mascota nacional es un perro vagabundo y hambriento, que debe correr para comer y respirar.
Un mundo con secretos a flor de piel y de violencia mutante, donde los niñatos ricos desprecian y escupen a los de abajo, y el pueblo se hace turba y es capaz de golpear y linchar a los demás.
Pablo Larraín es un director que filma con ira y sin piedad.
Esta es su mejor película.
Es un grupo de curas que viven en un país pecador, la culpa es compartida y todos merecen sus cien años de soledad.
Chile, 2015. Director: Pablo Larraín. Con: Alfredo Castro, Roberto Farías, Marcelo Alonso. 98 minutos. Mayores de 18.