Éramos un grupo de amigos invitados a un festival literario en una ciudad latinoamericana, y conversábamos a la sombra de la galería de un hotel lujoso. Comparábamos con malicia los distintos hoteles en los que nos habían hospedado. Que si el de Pepito tiene un desayuno voluptuoso, que si en el tuyo hay menú de almohadas. El mío rankeaba alto entre los peores del mundo: en la habitación, que medía tres por tres, se amontonaban una cómoda, una cama, un televisor, un escritorio y dos mesas de noche. La ventana del baño no tenía traba, de modo que se abría sola y, aunque la ciudad estaba asolada por una epidemia de chikunguña, no había mosquitero pero sí mosquitos. El cuarto lindaba con un colegio -del que me separaba un ventanuco horizontal que solo podía abrirse con mucho esfuerzo-, donde cada mañana, a las seis y media, centenares de niños entraban a clase cantando el himno nacional y no paraban de gritar y cantar hasta la tarde porque, me explicaron, era una escuela con orientación artística. Las almohadas eran duras como postes, de la ducha no salía agua caliente y había solo dos enchufes: uno para la lámpara de noche y otro en el baño, de modo que, si quería usar la computadora, tenía que hacerlo sentada en el borde de la cama o de pie junto al toallero. Debido al barullo que llegaba desde el colegio, nunca pude dormir más allá de las seis y media de la mañana, y el único día en que no hubo clases -por ser sábado- la escuela organizó un festival de reggaeton desde las ocho. La última noche se cortó la luz. Bajé las escaleras, sumida en la oscuridad y pedí una vela o una linterna, pero el hombre de la recepción, impávido, me dijo: "No tenemos". La luz volvió una hora más tarde, junto con tres mujeres que estuvieron gritando hasta las dos de la mañana en el cuarto contiguo. Todas esas cosas me pasaron, y por algunas de todas esas cosas reclamé, y cada vez que eso sucedió -cada vez que reclamé- me sentí un monstruo. Porque, cuando viajo por vacaciones y no por trabajo, paro en sitios que dejan a ese hotel a la altura de un Mandarin Oriental. En Salvador de Bahía dormí en un motel de parejas, en una cama por la que pasaba un río de hormigas malignas que me comieron viva mientras me fulminaban los jadeos mercuriales que se colaban desde habitaciones ajenas. En San Andrés, Colombia, dormí en un hotel donde los colchones no tenían sábanas, pero sí chinches y un olor a humedad que hubiera espantado a Drácula. La puerta se cerraba con candado y cadena, y las conversaciones de los otros huéspedes se escuchaban intactas, porque las paredes de los cuartos no llegaban hasta el techo. En Santa Marta dormí en una pieza infecta, rodeada de gente que se metía drogas de toda clase y aullaba de dolor y aburrimiento en ocho idiomas. En las islas Similan, en Tailandia, estuve en una cabaña que tenía electricidad solo entre las cinco de la tarde y las ocho de la noche, un colchón de fibra vegetal de dureza irrepetible, un baño en el que la ducha era un chorro rígido de agua helada. Viajé, entre Yakarta y Bali, en el asiento trasero de un auto de 1975, con un calor de 50 grados y aspirando un olor a nafta descomunal. Me asé como un condenado a muerte en cuartos asquerosos, pasé hambre, frío, toda clase de incomodidades. Y, aun cuando lo pasé mal, lo pasé bien. Y no me quejé de ninguna de todas esas cosas. Sin embargo, recuerdo claramente cómo, cuatro años atrás, en Santiago, llamé a la recepción del hotel donde me hospedaba para reclamar porque, en la habitación contigua, una pareja estruendosa no me dejaba dormir y tenía que despertarme a las seis para dar una clase de cinco horas. Y aun cuando la imagen de mí misma que me devolvía esa situación era espantosa -una mujer sola protestando porque una pareja tenía sexo ruidosísimo en el cuarto de al lado-, mis ganas de dormir fueron más fuertes. Y recuerdo claramente cómo, en Oaxaca, invitada por la feria del libro, reclamé varias veces porque en mi cuarto el wifi no funcionaba, había un solo enchufe (en el baño: debe ser una moda), la única mesa me llegaba a las pantorrillas, el agua de la ducha salía apenas tibia y no tenían ni calefacción ni mantas a pesar de que hacían cinco grados. Y aunque mientras reclamaba me decía a mí misma que después de todo había pasado frío bajo cero en una carpa en Mendoza y había estado dos meses sin conexión a internet en muchas partes y había sido inmensamente feliz, el pavor que me producía no poder enviar una columna a un diario que la estaba esperando, y engriparme cuando todavía me quedaban cinco viajes por delante, fue más fuerte. Claro que un minuto después de reclamar por lo que sea uno se encuentra con amigos, o escucha una conferencia impecable, o vuelve satisfecho luego de una jornada de trabajo, y todo se olvida. Pero el daño ya está hecho. Y no hablo del daño a los demás -que también-, sino de la tremenda violencia contra uno mismo que significa reclamar por domesticidades humillantes cuando, usualmente, uno es incapaz de reclamar siquiera por enormidades tremebundas. ¿Qué es lo que tienen los viajes de trabajo que hacen que aquel que nunca reclama ni se queja se transforme en una máquina de quejas y reclamos? No lo sé. Sí sé que esa persona que viaja por trabajo soy y no soy del todo yo, y que cada vez que me escucho reclamar por algo me dan ganas de decirle a quien me atiende: "Señor, le juro que soy una persona amable y divertida. Puedo tomar cerveza y reírme a gritos y arrojarme vestida a una piscina. Pero mañana me despierto a las seis, tengo que dar nueve horas de clase, una conferencia, dos entrevistas, y necesito dormir, no tener frío, ducharme con agua caliente, tener buena conexión para hacer mi trabajo, porque todavía me quedan siete viajes como este, y vengo de otros diez, y si no duermo, si tengo frío, si la ducha es helada, siento que no voy a sobrevivir. Y no es que sea un monstruo. Es solo que formo parte de esa subespecie humana llamada Viajero Frecuente, y dentro de cada uno de nosotros anida el temible embrión de una Persona Abominable. Pero volveré a la normalidad apenas regrese a mi casa".