A estas alturas no sorprende que Jorge Sampaoli aproveche las pocas instancias públicas en que se deja ver para tirar como un misilazo alguna idea previamente estudiada. Es parte de su estilo y la manera que aparentemente tiene para provocar ciertos efectos. Esta vez, el escenario elegido fue la presentación de su "biografía autorizada", ocasión en que el seleccionador dijo lo que pretende de sus jugadores en la Copa América: "Quiero once fanáticos que se jueguen la vida por la camiseta de Chile. Once kamikazes", dijo.
Más allá de entender por qué dirigió ese mensaje al público en lugar de hacerlo donde correspondía -al interior del camarín, que es donde se hace este tipo diatribas- lo curioso es que Sampaoli no actúa con la consistencia de un líder que desea la inmolación de sus dirigidos en el imaginario "campo de batalla".
Sus acciones así lo demuestran.
Desde siempre, el seleccionador ha sido más o menos claro en que está convencido de que los futbolistas que a él le sirven apenas superan los dedos de las manos. Esencialmente, son los que hoy destacan (o al menos eventualmente juegan) a nivel superior en el plano internacional, otros pocos que han trabajado por años con él y que lo conocen (aunque ellos sean del despreciado torneo nacional), y uno que sin cumplir ninguna de las dos condiciones es una obsesión personal (se entiende quien es, ¿no?).
A ese grupo, Sampaoli le entrega todo el crédito. Incluso, en algunos casos, más de lo deseable.
El resto de los jugadores que eventualmente han sido observado por él, no es más que un grupo de comparsas. O simples agregados. Ninguno, de verdad, tiene en la mente del entrenador posibilidad alguna de protagonismo futuro. Ese no es tema para Sampaoli.
El problema es que dicha filosofía acarrea un montón de problemas que pueden salir a la luz en el corto y mediano plazo.
De partida, el propio Sampaoli reduce las opciones reales de encontrar variantes, algo que el propio seleccionador reconoció buscar luego que la experiencia mundialista le indicara que no podía ser dogmático a ultranza en sus propuestas (Holanda fue el equipo que encendió las luces). Porque, aunque él así lo crea, por mucho que confíe en que sus elegidos están para hacer de todo, es obvio que no todos rendirán de la misma forma si se les cambia de esquema.
Pero eso no es todo. La actitud despreciativa de Sampaoli con algunos jugadores se ha ido convirtiendo en estos meses en una clara señal de fastidio, que en algún momento puede transformarse en un problema grave de camarín.
David Pizarro y Matías Fernández, antes de Brasil 2014, dieron las primeras señales de que las preferencias inequívocas de Sampaoli afectaron sus deseos irrefrenables de jugar por la Roja en tal alta instancia. Marco González fue incluso más explícito con los mensajes poco consistentes del entrenador, y aunque sus palabras se las llevó el viento, resurgen ahora como signo de una manera poco feliz de hacer las cosas por parte del DT.
Y suma y sigue con la deserción de Esteban Paredes, las negativas de Fabián Orellana y Pablo Hernández, y en las últimas horas, el sorpresivo corte de José Pedro Fuenzalida, Junior Fernández, Rodrigo Millar y Mark González, todos los cuales, con seguridad, no siguieron en el proceso debido a que supieron que, aunque se esforzaran y demostraran sus capacidades, al final estarían igualmente fuera.
Sampaoli, claro, puede pensar que lo que está haciendo es parte de su trabajo. Y en verdad lo es. También seguramente lo hace convencido de que es lo mejor para la Roja de cara a la Copa América. Pero debe tener claro que esto puede tener costos altos. Que ningunear a jugadores profesionales, con trayectoria y con historia en algunos casos, puede traer consecuencias.
De partida, no puede esperar kamikazes por montones.
No si no se ha dado cuenta de que él mismo está actuando como tal.