En el mundo, no exclusivamente en Chile. Solo que en Chile también. Y existe la tesis contraria, que la crisis se debe asumir como "normalidad", palabra que molesta a muchos colegas influidos por el constructivismo. Ninguna sociedad humana puede vivir sin una noción de lo que es normal. Por otro lado, me suelen preguntar qué pienso de tiempos tan revueltos en Chile y en el mundo. Me resigno a dar una respuesta un tanto genérica y vaga, en forma de pregunta: ¿cuándo no ha sido así? La tarea humana consiste en sortear esos desafíos; la normalidad no es indiferencia, sino que labor diaria de regeneración.
Lo mismo para el caso de corrupción y democracia. La deshonestidad se enquista y permea a todos. Ese es un primer paso casi irreversible, aunque creo que no nos ha llegado todavía. Es difícil volver sobre las pisadas una vez cruzado el umbral. Más fácil es recuperarse de una derrota militar aplastante (Alemania y Japón) que del deterioro moral. Llama la atención que en Argentina todos opinen que cualquier figura pública es un malhechor, un ladrón. Es un estado de ánimo resignado que va a impedir que un líder o grupo renovador, del talante que sea, tenga credibilidad. Nadie tiene el incentivo para ser honesto; sus conciudadanos pensarán que igual es un sinvergüenza. No hay remedio.
En un nivel más intenso, cuando una democracia tiene un alto nivel de violencia, que no se la puede combatir debido a la corrupción reinante (algunos países de América Central con récord mundial de asesinatos; el caso de México; Venezuela ya casi no es democracia y además violento y corrupto), carece de un elemento fundamental del Estado de Derecho y de la democracia: un mínimo grado de seguridad. ¿Fatalismo? Hay casos de rescate. Colombia está mejor que lo que estaba hace 15 años, lo que es un mérito descollante (aunque falta por hacer).
Está sin embargo el otro peligro, el pintar las cosas en tecnicolor, ya que los latinoamericanos somos aficionados a que todo sea melodrama: sobredimensionamos el carácter de crisis que envuelve al presente. En cierto sentido es lo que sucede. Se olvida primero que a Occidente le ha sido consustancial la idea de crisis; que la democracia moderna pone a la crisis delante de nosotros, casi como un superyó que nos conmina a entrar en razón. No se trata de un fin de mundo, sino que de la conciencia clara de lo precario de la condición política.
El caso más famoso del colapso de una democracia, la Alemania de Weimar (1918-1933), que precedió al nazismo, ciertamente desembocó en una crisis. Pero parte de esta fue la creencia de que se estaba en crisis: terrible, decadencia absoluta. Miradas más serenas podrían comprobar que las cosas no estaban nada de malas, pero los hombres son lo que son y en este caso se obsesionaron con la idea de crisis final. La Francia de la Tercera República (1870-1940) vivía en crisis permanente por política y por escándalos; se hablaba de continuo peligro institucional. Bajo Mitterrand hubo uno sabroso, de venta de fragatas a Taiwán, con femme fatale y todo. Inglaterra ardió en 1963 con el caso Profumo (entonces como adolescente yo leía con avidez las abundantes informaciones). En nuestro Chile se propaló por décadas antes de 1973 que se estaba ante una crisis inexorable.
La tarea es dimensionar en su verdadera magnitud el asomo de crisis del presente -una mala costumbre asumida como normal y ahora aceptada como doloroso pecado; el desconcierto de las fuerzas políticas, incluido el Gobierno- y poner manos a la obra según lo dijo hace pocos años Nicanor Parra: trial and error . De otro modo llegará la verdadera crisis, ya que no por nada vivimos encima de volcanes.