Jacobo Kaplan (Héctor Noguera) dejó su Polonia natal cuando era un adolescente; sus padres decidieron ponerlo a salvo de la cacería nazi contra los judíos a bordo de un buque con rumbo a Sudamérica. Ahora, en 1997, cuando ya cumple 76 años, se pregunta qué cosa memorable le queda por hacer tras una existencia vivida en la ciudad más apacible del sur del mundo: Montevideo.
Kaplan vive con su esposa, Rebeca (Nidia Telles), de cuando en cuando asiste a alguna ceremonia de la colonia judía y recibe las visitas de sus dos hijos casados. Ellos son los que desatan la alarma de Jacobo, cuando deciden que ya no debe conducir su auto y emplear como chofer al gordo Wilson Contreras (Néstor Guzzini), que creció como un protegido de Jacobo y ahora vive cesante, despedido de la policía, separado de su mujer y sus hijos, y con una concordada fama de inútil.
Jacobo rechaza la restricción, pero la necesidad de hacer algo memorable se vuelve más urgente. Entonces cree encontrar un objetivo: un alemán solitario que pasea todas las mañanas por las playas y lleva una vida reclusiva. Jacobo imagina que ha de tratarse de un nazi fugitivo, uno de esos que huyeron tras la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial y se refugiaron en distintos países de Sudamérica. Jacobo toma como acompañante en esta misión al gordo Wilson y sus ridículas pesquisas parecen confirmar sus sospechas.
Todo lo que sigue es la aventura de dos hombres desechados por encontrar una épica para sus vidas, que es uno de los temas principales de Mr. Kaplan. El otro, que lo equilibra, es la dudosa necesidad moral de ese esfuerzo, su potencial alienante, su hechizante invocación a sustituir la propia vida.
El desequilibrio entre los dos protagonistas subraya esta dimensión de la película: Jacobo es víctima de su vejez, que lentamente carcome su lucidez y su estabilidad emocional; el gordo Wilson, en cambio, solo ha cometido errores y se ha dejado arrastrar por un sentimiento de derrota inferido por otros; su rebeldía revela un fuego interior que no se ha apagado y su melancolía, una sensibilidad viva y silenciosa. Es, en cierto modo, el verdadero protagonista.
Esta película no se podría concebir fuera de Uruguay. El cineasta Álvaro Brechner -también director de la hilarante Mal día para pescar- le otorga ese idiosincrático tono de ironía combinada con calidez, de humor acompañado de cierta crueldad y de distancia mezclada con empatía. Es una comedia, sí, pero una comedia montevideana, lo cual quiere decir muchas cosas más que las que contiene esa imprecisa clasificación.