"Chile ha sido visto como un ejemplo para otros países en las Américas. Pero hoy está enfrentando desafíos políticos mayúsculos por la corrupción. Es un escándalo político, no institucional. Los políticos son los cuestionados, no el sistema democrático. Si los fiscales hacen su trabajo sin interferencias, se conseguirá una salida positiva y sostenible en el tiempo".
Lo decía un fino conocedor de América Latina, Carl Meacham, del Center for Strategic & International Studies. Estábamos en una conferencia realizada la semana pasada en Washington D.C., que ya tenía un título singular: ¿Por qué Chile está de tan mal humor? Admito haberme sentido incómodo. En este tipo de eventos los chilenos nos hemos acostumbrado a recibir loas, no admoniciones.
Mi primera reacción fue de negación. "Miren los rankings mundiales de felicidad: Chile está en el quince por ciento superior". Lo que es verdad. No hay que confundir: no son los chilenos los que andan de mal humor, es la clase dirigente. Cómo no, cuando ve cómo se desvanece esa misteriosa autoridad que le permitía invocar a la "confianza" para no tener que dar cuenta de sus actos. O se enfrenta a instituciones que se han arrancado de su tutela. O a una población que ya no se contenta con reclamar por acceso, sino que exige poner fin a privilegios que a sus ojos son propios de una sociedad oligárquica, no de una sociedad democrática. Esto a cualquiera lo pone de mal humor...
"Su pobre manejo de la crisis ha hecho desplomarse el prestigio de la Presidenta Bachelet. Pero aún tiene tiempo para recuperarse. Su legado dependerá de cómo salga de esta situación". Con estas palabras cerró Meacham su presentación. Me hizo mucho sentido. Sé que es un cliché, pero esta crisis bien puede ser la oportunidad para acometer reformas institucionales que de otro modo nunca son abordadas. Es lo que enseña la experiencia internacional.
Días atrás, en Iowa, al dar inicio a una carrera que probablemente la llevará de vuelta a la Casa Blanca, Hillary Clinton anunciaba que una de sus mayores prioridades será "corregir nuestro disfuncional sistema político terminando de una vez para siempre con la influencia incontrolada del dinero, aun si esto implica reformas a la Constitución". Es el mismo desafío que encara Chile.
La cuestión primordial dejó de ser el ajuste de cuentas con la institucionalidad de Pinochet, como estaba escrito en el programa de gobierno, sino cómo crear instituciones aptas para combatir la corrupción y los privilegios. A juicio de Francis Fukuyama, este es el principal desafío de la democracia en el mundo entero. Pongámoslo de otro modo: los escándalos de los últimos meses trasladaron la cuestión institucional desde los temas del siglo 20 a los temas propios del siglo 21.
Esta semana la comisión convocada para este asunto entregará sus recomendaciones a la Presidenta Bachelet. Es una oportunidad inmejorable para que los actores políticos retomen liderazgo y empiecen a recuperar credibilidad. Los partidos políticos dieron un gran paso al comprometerse solemnemente a acoger sin dilación lo que la Presidenta proponga a partir de las conclusiones de la Comisión Engel. Esto significa que podríamos estar ad portas de un rediseño institucional de enorme envergadura, que afectará el modo como se hacen y conviven la política y los negocios -o sea, todo o casi todo-. Esto sin necesidad de asambleas constituyentes ni nada por el estilo. Simplemente por la indignación de la opinión pública y la correcta reacción de las instituciones: Ministerio Público, Poder Judicial, prensa, gobierno y actores políticos. Si esto se materializa, habría buenos motivos para recuperar el buen humor.