¿Quién será el próximo en ser descubierto? Los chilenos más poderosos están con úlcera. Parlamentarios, ministros y empresarios aprietan los dientes; cruzan los dedos, y esperan, nerviosos, que las municiones no los alcancen. Algunos, como el ministro Peñailillo, han estado tan ocupados que ni siquiera pudieron ensayar un par de respuestas coherentes para el caso de que la opinión pública los indique con un dedo acusador.
De todos modos, la estrategia de instalarse en una butaca a ver correr sangre no parece la más adecuada. Las investigaciones deben seguir su cauce, pero hay que ir pensando cómo resolver este entuerto. En estos días se han formulado algunas propuestas, entre ellas adelantar la fecha de las elecciones parlamentarias, ya que necesitamos que el Congreso esté dotado de un mínimo de legitimidad. Esta iniciativa debería implicar una nueva discusión acerca de la obligatoriedad del sufragio, porque si votamos los mismos que en la elección pasada no hay institución que pueda legitimarse.
En las últimas semanas, los chilenos hemos dirigido nuestro dedo acusador hacia políticos y empresarios. Ciertamente su comportamiento no ha sido muy edificante, pero valdría la pena preguntarse, por un momento, qué los ha llevado a esta situación. No me parece que en esos dos gremios se concentren los malvados, y que todo el resto de los chilenos destaquemos por nuestra inocencia.
Una parte muy importante del problema está dado por el exorbitante costo de las campañas políticas. Si la sobrevivencia de un candidato depende de que sea capaz de obtener 100, 200 o más millones de pesos, ¿nos podrá extrañar que dé manotazos de ahogado para conseguir donde sea un salvavidas financiero? Los parlamentarios están metidos en una situación realmente difícil, que les exige ser ricos o héroes para no caer en actuaciones irregulares. Esto no es una disculpa: a veces no queda más remedio que ser heroico.
La cuestión fundamental no es si acudimos a un perdonazo o decidimos ser implacables. En uno u otro escenario, el mal volverá a repetirse. Cambiarán las empresas o los organismos estatales de los que se obtenga dinero, se inventarán procedimientos más ingeniosos, pero el problema seguirá siendo el mismo.
Tampoco se trata de recurrir al fácil expediente de pedir que el Estado pague la cuenta. Es, en efecto, muy importante que nuestros impuestos financien la sana y necesaria actividad política. Pero de ahí no se deduce que tengamos que alimentar miles de palomas que no contribuyen en nada a enriquecer la discusión sobre los destinos de la república. Las palomas, más bien, están ensuciando la buena política; su costo, como el de las gigantescas paletas de propaganda, es un incentivo a la corrupción. Para salvar la política hay que matar las palomas.
Hace más de medio siglo, Popper nos advertía que había que tomar ciertas medidas para lograr que las campañas electorales apelaran a la razón y no simplemente a las pasiones. "Los actuales métodos de propaganda", decía, "constituyen un insulto al público y también a los candidatos. Jamás debiera utilizarse una propaganda apta quizá para vender jabón, pero no para cuestiones de tal magnitud". Él proponía eliminar los carteles y establecer ciertos parámetros para los folletos. Las medidas que se tomen podrán ser esas u otras, pero es necesario hacer algo: de partida, exigir de veras el cumplimiento de la ley, porque casi toda nuestra propaganda política es ilegal.
Ya no se trata solo de que las campañas sean estúpidas, que era lo que preocupaba a Popper. El problema actual es más grave, porque el modo y el costo de las campañas están transformando a nuestras democracias en puras y simples plutocracias, donde, a menos de que uno tenga acceso a grandes sumas de dinero, difícilmente resultará elegido.
Rasgar vestiduras por unas boletas ideológicamente falsas y hacer vista gorda ante la danza de millones en época electoral es una actitud miope. De poco sirve la indignación si no lleva a remediar las causas de los males que enfrentamos. El terremoto de estos días no se arregla poniendo unos parches en las murallas. Es hora de revisar las bases de nuestro quehacer político, una tarea muy difícil, pero bastante más productiva que el insulto infantil a los parlamentarios involucrados.