Campea una nueva especie -en realidad muy antigua en la historia humana-, la de los puros que arrostran a los que ellos bautizan inapelablemente como impuros. A mí me toca eludirlos día a día. Son los ciclistas que pasan raudamente al lado de uno a velocidad más que peligrosa. No les preocupa mucho. Lo otro, ante la proliferación de las ciclovías los automovilistas han devenido en los nuevos réprobos del espacio público. Peatones y automovilistas estamos reducidos a una especie de contraejemplo, de paradigma del pecado. En suma, impuros. Ya no oso doblar a la izquierda en El Bosque subiendo por Pocuro; varias veces he sido increpado por trotadores y ciclistas, suprema especie de los puros de nuestro tiempo. Solo ingreso a esos parajes cuando camino, sorteando a los ciclistas, y me siento a leer en la plaza más acogedora de Providencia, Río de Janeiro; ya no lo haré como conductor, para librarme de la arrogancia moral de los puros que demandan todos los derechos y no asumen ninguno de los deberes correspondientes. Se arrogan superioridad por estar, sostienen, más próximos a la naturaleza. Pobres, no saben que son tuercas del engranaje de la moderna sociedad de la máquina humana, piezas que repiten movimientos mecánicos.
Es posible que esta situación posea conexiones profundas con el gran tema del día, el de la energía moral necesaria para mantener a raya a la corrupción. Se habla mucho de comisiones, de legislaciones y de supervigilancia, harta burocracia y papeleo. La respuesta es otra. Solo nos puede rescatar una gran revolución moral, que como todas las que alcanzan eficacia civilizadora, son aquellas casi impalpables, y que al final de un camino nos hace aparecer más natural el cumplir con las obligaciones fundamentales que evadirlas maliciosamente o por desidia. Es la primera condición para hacerle el quite a la dirección estratégica en la que podría encaminarse el país. Es cierto que Chile es menos corrupto que otros países latinoamericanos (el ítem destinado a sobornos de inversores extranjeros es mucho menor aquí que en otros lugares), pero da la impresión de que marchamos infaliblemente a la misma meta, en este como en otros aspectos. Segundo, como se ha dicho en estas páginas, la actitud debe comenzar de abajo hacia arriba, de lo pequeño a lo grande, y no esperar que solo sea una tarea para los peces gordos. En nuestro hábito cotidiano debe ingresar mejor la idea de la corrección de forma y fondo, y no pensar que uno es un puro y sermonear a los impuros, y tampoco que los poderosos comienzan con el que tiene un poco más que nosotros, en poder material, en autoridad institucional o mediática. Tercero, no es buena idea ni muy honesto exhibirse como un puro, ponerse uno como un ser más allá de la tentación; considerarse parte del problema ha sido siempre una premisa para confrontar desafíos.
Cuarto y crucial, ponerle coto al hábito de vocear derechos y más derechos. No existe ni puede existir un derecho sin el deber correlativo. Esto hay que metérselo en la mollera. Chile no tiene futuro como sociedad de puros derechos; si se le adjuntan deberes, podrá haber un futuro esplendor. La sociedad humana no es la sociedad de hormigas, tan acuciosamente investigada por la sociobiología. En esta última todo está previsto, y así resultan las cosas de acuerdo a un plan que una vez fue inscrito en los genes. En los seres humanos, la libertad o azar para bien o para mal crea lo inesperado y destruye cualquier previsión. Un antídoto es la noción encarnada del deber junto al derecho.
Por eso y por tantas otras razones, señores(as) ciclistas, ustedes no poseen solo derechos.