De niño me enseñaron un axioma o dogma: mientras más vieja es una parra o cepa de vitis vinifera y, en consecuencia, menos racimos y jugo produce, mayor es la calidad del mosto y del vino que se elabora. Seguro que, como otros mitos infantiles, más de algún experto argumentará que es posible elaborar un gran vino con cepas adolescentes. Bien. Sin embargo, válido o no, incorporé ese principio como una suerte de parámetro de nobleza. Me parecía extraordinario que algunas parras (arrugadas, retorcidas, descascaradas), anualmente menos infértiles, fuesen recompensadas con un aumento proporcional de su valor.
Se me viene a la cabeza este recuerdo personal mientras leo, con una mezcla de rabia y envidia, cómo las tres grandes empresas vinícolas chilenas aumentan en cerca del 50% sus ya enormes ganancias (cerca de 72 mil millones de pesos sumadas), en tanto unos 15 días atrás leía un reportaje acerca de la crisis terminal que sufren los productores de uva, y que concluía en que la única solución para estos era arrancar 30 mil hectáreas de viña "no viable". ¡Treinta mil hectáreas! Ustedes se imaginarán del lado del cuento en el que me hallo: en el de los perdedores.
Arrancar es doloroso -diría que más doloroso que "comerse las vacas"-, pero las leyes del mercado son igual de poderosas que las leyes que rigen el cosmos (aunque bastante más vulnerables a la humana corrupción). Varias cosechas atrás nos decidimos a empezar con las que nuestro "mercado real" definió en concreto como "no viable": 2,5 hectáreas de Cabernet-Sauvignon de unos 70 años. Las "viejas" parras -costó muchísimo desarraigarlas de la colina donde estaban ya incrustadas- desfilaron ante nuestros ojos como los soldados de un ejército que regresan erguidos de una derrota. Nadie se interesó por su "calidad".
Según cuenta Claudio Gay, en su libro sobre la agricultura chilena, Pedro de Valdivia en 1551 -diez años después de su llegada- ya informa que se comían uvas en Santiago y La Serena y que en 1553 las había en suficiente cantidad como para fabricar un poco de vino. Ese sería el punto de largada de la historia del vino en Chile, un acto civilizatorio extraordinario que debemos a los colonizadores españoles, puesto que ellos trajeron las primeras plantas. Como en tantos otros ámbitos, nuestra cultura vinícola es, pues, cultura de acarreo. No contaré el devenir del cultivo de este remoto y noble brebaje, pero es necesario señalar -para bien y para mal- que desde principios de la década de los 90 del siglo pasado, es decir, recientemente, un poco más de 20 años tan solo, se produce una transformación profunda en el cultivo y elaboración del vino que concluye, en el contexto de una economía de libre mercado, con el dominio de una empresa vitivinícola a gran escala que borra esa historia de 400 años. Esta cosecha o vendimia del 2015 parece marcar un hito definitivo en esta tendencia.