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Editorial
Miércoles 18 de marzo de 2015
Inquietudes a propósito de la gratuidad
Son muchas las interrogantes y pocas las respuestas para una política que comenzaría a operar ya en 2016 y que puede alterar significativamente la educación superior y, también, la escolar y parvularia como consecuencia de los recursos que absorberá...
La gratuidad en la educación superior significará, de llevarse adelante, el desembolso adicional de al menos 2 mil 500 millones de dólares, siempre que se mantengan los requisitos académicos vigentes para acceder a financiamiento estudiantil. Si se relajan, los desembolsos podrían ser aún mayores. Este monto, por cierto, no considera los déficits de inversión en investigación y desarrollo que se postula reducir. El grueso de estos recursos beneficiaría a personas de altos ingresos. El propio ministro Eyzaguirre, en una columna publicada poco antes de asumir el cargo, estimó en mil 300 millones de dólares el monto requerido para asegurar la gratuidad del 10 por ciento de mayores ingresos. Estas cifras parecen algo sobreestimadas, pero dan cuenta de que el grueso de los recursos que demandará esta política significará ahorros para las familias de mayores ingresos.
De ahí las inquietudes respecto de cómo se va a aplicar esta política que recogiera "El Mercurio" entre especialistas, rectores universitarios, políticos y dirigentes estudiantiles. Una preocupación central tiene que ver precisamente con la extensión de esta política. Ella se ha entendido como universal, pero con exigencias que no se han precisado y, por tanto, abren la posibilidad de que sea solo parcial. Las interrogantes por la extensión tienen dos dimensiones. Por un lado, la regresividad que podría significar su aplicación (casi la mitad del gasto que se comprometa podría beneficiar a estudiantes del 20 por ciento de mayores ingresos). Por otro, que los recursos demandados pueden comprometer otras iniciativas que quizás desde el punto de vista de la equidad pudiesen ser más prioritarias, como educación parvularia y escolar.
Habría que sumar quizás un tercer elemento, que tiene que ver con requisitos de acceso. El programa de gobierno planteó que las instituciones gratuitas tienen que asegurar que el 20 por ciento de su matrícula debe provenir del 40 por ciento más vulnerable. De ello se puede deducir que las instituciones de educación superior pueden mantener sus criterios de admisión, aunque eventualmente deben practicar discriminación positiva. Por cierto, no quedó claro si este requisito se aplica al momento del ingreso a las universidades o sobre toda la matrícula.
Las preocupaciones también apuntan a cómo se compatibilizará esta política con las necesidades de asegurar calidad en el sistema de educación superior y la manera en que se aplicará la gradualidad de esta medida. Respecto del primer punto, ¿se exigirá acreditación obligatoria de instituciones y carreras? Teniendo en cuenta que hay más de 11 mil programas en educación superior, ¿es posible satisfacer un objetivo así? Respecto del segundo, ¿se privilegiarán instituciones, se partirá por los estudiantes que comienzan o están terminando sus carreras o se asegurará gratuidad completa inicialmente solo a los jóvenes de menores ingresos?
Adicionalmente, debe definirse el monto de los aranceles implícitos para cada carrera e institución. Hoy existe una brecha importante entre los aranceles de referencia que sirven de techo para las becas y créditos que ofrece el Estado y los efectivos. ¿Cómo se va a resolver esto? ¿Cómo se acordarán los reajustes futuros de modo de garantizar a una institución que opta por la gratuidad que no se le van a congelar los aportes y afectar su desarrollo? ¿Podrán moverse los estudiantes entre instituciones o estas recibirán un monto definido para formar a un número preciso de estudiantes? Son muchas las interrogantes y pocas las respuestas para una política que comenzaría a operar ya en 2016 y que puede alterar significativamente la educación superior y, también, la escolar y parvularia como consecuencia de los recursos que absorberá.