Necesitamos con urgencia algo que nos permita tomar vacaciones de nosotros mismos. Es verdad que estamos cansados de la ciudad, de la rutina, de los problemas que se repiten, del smog que no se va, del tráfico que nos agobia, de la gente antipática, de la falta de cariño cotidiano de los que viven con nosotros. Y tratamos de pedirles a los otros que cambien para ver si la vida cambia, o nos vamos a lugares remotos a ver si algo cambia. No es que no le pongamos empeño al cambio. Pero ¿y si hacemos la pregunta al revés? ¿Y si nos preguntamos dónde, con quiénes, y cómo yo soy distinta a la que soy generalmente?
Alguien dice que el amor es eso; que es la elección de alguien que nos hace sentir mejores. Es el reflejo de una imagen que es mía pero que no todos ven. Y entonces llega ese otro que me la devuelve y yo me enamoro.
Como sea, el hecho es que la búsqueda más dolorosa y también más fascinante del ser humano es la búsqueda del cambio y la aceptación de sí mismo.
Los pobres mamá y papá -que en vacaciones educan niños, se hacen cargo de la casa y de la vida social, hacen cosas distintas y se entretienen más, descansan más- no saben cómo escapar de sí mismos, de sus miedos que no ceden, de sus penas que aparecen, de sus rabias que los acechan. ¡Qué hacer para apagar la cabeza, para olvidarnos por un rato que somos quienes somos!
Propongo creer en el cambio. Propongo aprender a silenciar el automático. Se puede y es como un renacimiento. Vamos, tomemos vacaciones del yo repetitivo que tanto nos aburre.