Este año se cumplirá un cuarto de siglo desde que los activistas por la discapacidad llevaran a cabo el histórico "Capitol Crawl". Fue un 12 de marzo cuando, arrojándose desde sus sillas de ruedas, emprendieron por cualquier medio el ascenso de los 83 peldaños de las escaleras del Capitolio, en Washington. Animados por la multitud, los esforzados cuerpos reptantes consiguieron el indiscutido apoyo al ADA (American with Disabilities Act), carta legislativa que asegura los derechos civiles de la población minusválida. La sigla desde entonces es sinónimo de los estándares de accesibilidad para los desplazamientos en silla de ruedas por edificios y espacios abiertos en todo el mundo.
En Estados Unidos, la discusión tenía ribetes políticos, con un importante contingente de veteranos lesionados en guerra que hacían de rostro visible de la injusticia espacial. En Chile, las ciudades hoy dan avances visibles, aunque tardíos, en la superación de las barreras, como por ejemplo, los esfuerzos por volver la red del Metro completamente accesible.
¡Larga vida a los que dan la lucha desde la silla de ruedas! Porque detrás del estandarte ADA que enarbola la vanguardia, circula un numeroso ejército de debilidades tan silenciosas como comunes. Embarazadas, coches infantiles, niños pequeños, obesos, adultos mayores, lesionados, viajeros con bultos o simples ciudadanos fatigados hacen uso intenso de ascensores, rampas, veredas lisas, pasos amplios, semáforos lentos.
La autonomía que reclaman con justicia los que tienen capacidades diferentes es un derecho civil de todos los ciudadanos, también de aquellos cuyas debilidades resultan invisibles a la política. La accesibilidad universal no es caridad con lo excepcional, lo extraño y lo minoritario; aquello que la publicidad debe plantear como una tragedia cualitativa para compensar una aparente debilidad cuantitativa. Se trata de un seguro para el futuro de toda la ciudadanía, ya que tarde o temprano, todos tendremos alguna dificultad para movernos si la ciudad no nos integra.